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Se acabaron los toros en Barcelona. Desde lejos parece una noticia increíble, como si fuera a desaparecer una de las tradiciones más representativas de España. Pero no es para tanto. Mientras los catalanes prohíben el toreo por iniciativa popular, en Madrid el partido gobernante decidió convertirlo en un bien cultural y artístico protegido. Como la pintura o la escultura. Igualito.

Realmente es una discusión con muchos matices. Por un lado están los que luchan contra el sufrimiento de los animales. Por otro, está la crisis afectando duramente la tauromaquia. Hay un punto político, porque cierta derecha ‘casposa’ está decidida a defenderlo a capa y espada. Y por último está el punto de ordinariez y mal gusto en el que ha caído el toreo en España.

Un amigo que vino a Madrid hace algunos meses quedó avergonzado cuando en una reunión con otros españoles, entusiasmado, dijo que se moría de ganas por ir a ver una corrida de toros en la mítica Plaza de las Ventas. Le hicieron un encierro peor que los de Pamplona, lo corretearon con argumentos en contra de la tauromaquia, le clavaron consignas ecologistas como banderillas y le dieron la estocada final con unos videos sobre crueldad animal. «Luego me dijeron que los toros son de fachas. ¿Y a mí qué me importan las posiciones políticas del animal?»

Pese a todo, empezó a buscar entradas para una de las buenas corridas de mayo, cuando se celebra la feria de San Isidro, el santo patrono de Madrid. Encontró un portal de internet donde las vendían pero no tenían mapa de las zonas y los precios estaban incrementados un diez por ciento «por gastos de emisión». Daba igual: no quedaba ninguna disponible. Muy moderna, la tradición.

Terco y decidido, se fue hasta Las Ventas con la bota de vino que traía desde Bogotá, y se puso en la cola de una fila larguísima en las taquillas para que le dijeran que estaban agotadas. Uno que iba detrás intentó venderle entradas para una novillada en San Sebastián de los Reyes. Otro le aseguró que si le daba veinte euros, volvía en veinte minutos con una entrada para sombra. «Primera fila», le dijo. «Me vio cara de pendejo», me confesó mi amigo, que algo de eso tiene.

Cuando ya se iba, desilusionado, se le fueron acercando uno a uno varios personajes de mal aspecto y olor a cigarro para ofrecerle entradas revendidas. «A buen precio, chaval». Terminó comprando por 80 euros una andanada de sol que vale 15 en taquilla. Sentado en el borde superior de la plaza se tostó con los rayos de la tarde primaveral y se perdió la mitad de la corrida. «La gente hablaba sin prestar mucha atención. Cuando lo hacían, era para criticar cualquier tontería. Que si el rejoneador, que si el picador, que el banderillero. Muy de vez en cuando se emocionaban. Y se me quedó el culo plano de estar sentado en ese sitio tan incómodo. Por mí, eso deberían prohibirlo», sentenció antes de irse de regreso a Colombia.

La verdad es que muchos turistas vienen a España ilusionados con la tauromaquia, aunque no hayan estado jamás en una plaza. Cuando llegan, todo les confirma que tan hispánica tradición está viva: el toro negro está en la mitad de las camisetas de mala calidad que se venden en los puestos de souvenirs; omnipresente en llaveros, sacacorchos, vasos, platos y hasta calzoncillos. Los bares y restaurantes de las zonas más turísticas tienen imágenes de bravas faenas en la misma carta donde venden la sangría y el jamón. Negro e imponente, el toro se alza en forma de valla publicitaria en las principales carreteras, junto a recios ejemplares pastando a sus anchas.

Además, está la tradición. Los cuadros de Picasso, las novelas de Hemingway, las canciones de Serrat, los poemas de Lorca. El mundo taurino ha sido fuente de inspiración constante para los artistas de muchas épocas. Las poses, el rito, la música, la pasión y la sangre han servido de metáforas para grandes obras.

Guste o no, la gran verdad es que para el mundo, España son los toros.

De puertas para adentro, el país tiene unos sentimientos bastante bipolares frente al asunto de la tauromaquia. Hay unos grupos bien organizados de animalistas que se quejan de lo mucho que sufre el toro, organizan protestas y buscan eliminarla para siempre. Yo preferiría que no lo mataran, como en Francia o Portugal. Me quedó esa tristeza cuando me llevaron a una corrida siendo niño y lloré viendo la pobre bestia desangrarse.

El negocio va mal. La omnipresente crisis ha reducido las ventas entre un veinte y un treinta por ciento. Las plazas pequeñas son las que más padecen. Los toros braman contentos cuando ven lo mal que van los indicadores económicos, porque eso significa que ese año a unos cuatro mil de ellos no los pondrán a lidiar a un torero, con todas las de perder.

Nada ayuda a un negocio dominado por muchas mafias, empresarios deshonestos, dinero negro y peleas políticas entre quienes quieren sacar réditos atacándolo, y quienes quieren aparecer como adalides de las tradiciones al defenderlo. Y en medio, los turistas como mi amigo, se preguntan dónde quedaron los pasodobles, la fiesta grande, la emoción y la alegría de la tauromaquia.

¿Dónde están? ¡Pues en América Latina, claro!

De cañas por Madrid


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