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Por estos días en las calles de Madrid se anuncia la última coproducción hispano cubana. No es una recreación histórica de la colonización caribeña, ni un alegato contra la esclavitud en los campos de caña de azúcar, ni una crítica a la participación estadounidense en la independencia de la isla, ni una remembranza de las épocas de corrupción del régimen de Batista, ni un documental sobre revolución castrista, ni una denuncia de las torturas en Guantánamo. No: es una de zombis llamada «Juan de los Muertos«.

La invasión zombi real, que todos creíamos que algún día podría producirse en forma de cuerpos corruptos y decadentes buscando cerebros, ha cambiado de forma: ahora son películas, series, cómics y novelas de dudosa calidad, que vienen a saturar el mercado con la última moda en terror/humor/acción/drama/parodia.

Tal vez sea una moda más de la industria del entretenimiento. Como lo han sido los vampiros durante años, hasta volverse -en su completa decadencia – en un fenómeno adolescente de pasiones anglosajonas, donde la otrora maldición del no muerto se reemplaza por enamoramientos púberes y veladas alusiones al sexo.

Es difícil que con los zombis ocurra algo parecido. Puede que a Alaska y Dinarama le parezca posible tener un muerto viviente de novio, pero yo lo veo malo como argumento para la ficción. No llegaría al verano: con el calor la cosa se pondría olorosa y deteriorada.

Si no se trata de una moda, no puedo evitar pensar que (y aquí me pongo fino) todo el fenómeno zombi no es más que una alegoría de la sociedades modernas donde abundan los individuos sin seso que actúan movidos por impulsos básicos irreflexivos. Es algo menos que ser animal, porque implica la pérdida por inacción de uno de los valores que nos hacen más humanos: la capacidad de pensar, criticar y analizar nuestra propia forma de vida.

 Cualquier autobús repleto, cualquier autopista en la mañana, cualquier templo religioso, cualquier centro comercial o cualquier edificio de oficinas se parece muy de cerca a la realidad de los muertos vivientes. Hordas enteras de zombis reales moviéndose por ahí con la mirada fija en algo de lo que no están muy seguros.

Los virus que provocan la enfermedad son muy claros: hay un consumismo ramplón y degradante, una deshumanización del trabajo, un fanatismo de religiones y creencias espirituales variadas, una educación masificada y unas élites inescrupulosas. El resultado son individuos muertos en vida que buscan cerebros ajenos porque se quedaron sin ideas propias. Les sirve lo primero a lo que le puedan hincar el diente, y que preferiblemente sea fácil de digerir: un libro de Paulo Coelho, una telenovela mexicana, una comedia romántica o un partido de fútbol.

¿Qué hacer?

Buscar una cura se revela como una solución imposible. La cantidad de infectados es tremenda y los recursos, escasos. Como mucho, es factible evitar que la enfermedad se extienda demasiado entre los seres queridos y las personas cercanas. Y ni aún así es posible mantenerlos alejados de la zombificación generalizada, que es muy potente.

Normalmente hay que descartar todas las opciones violentas. Este tipo de zombi del mundo real sólo se pone pendenciero cuando le llevas la contraria, y eso en situaciones muy particulares, como cuando hay alcohol de por medio o cuando la enfermedad zombi se mezcla con psicopatías agresivas. Las hachas, escopetas, explosivos y ballestas son soluciones definitivas para casos puntuales, pero no salvan a nadie de ser consumido por la horda. Por el contrario, atraen su atención.

Tal vez, como en El Amanecer de los muertos, la única opción posible sea escapar con un grupo reducido de personas sanas a una playa abandonada o a una isla desierta, mientras la humanidad se cura. Tengo en mente un sitio en el Caribe centroamericano que podría servir. Si consigo la financiación, construiré allí mi búnker: una cabaña con aire acondicionado frente al mar, con hamacas, palmeras y una valla repleta de letreros con frases de Oscar Wilde, Nietzsche, Unamuno y Woody Allen para ahuyentar a los zombis que se acerquen. Es una de las pocas defensas que conozco. 

De cañas por Madrid


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