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Pasé la tarde cerca de la Puerta del Sol, donde se congregaron un centenar de personas en apoyo al juez Baltasar Garzón. El Tribunal Supremo lo declaró culpable de prevaricación, por ordenar la grabación de conversaciones entre abogado y acusado en uno de los peores casos sobre corrupción que se han destapado en España (pero por el cual sólo ha sido condenado el juez que inició la investigación). Ahora deberá permanecer inhabilitado por once años, tras una sentencia que acaba con su carrera.

Digan lo que digan los partidarios de Garzón, la sentencia del Tribunal Supremo no deja lugar a dudas: es unánime y rechaza tajantemente que cualquier juez pueda interferir en el derecho a la legítima defensa. Llegados a este nivel, sólo queda preguntarse cómo pudo llegar un jurista aclamado internacionalmente a ser investigado y condenado de una forma tan dura.

Aunque en España Garzón tiene muchos críticos y detractores, su imagen internacional es diferente: se le ve como un adalid de la justicia, dispuesto a sortear cualquier barrera para llevar al banquillo a los responsables de grandes crímenes.

Garzón siempre ha estado en el centro del huracán, por voluntad propia. En los años ochenta investigó los grupos paramilitares que actuaban contra ETA, y dirigió varias causas contra los terroristas vascos y contra narcotraficantes gallegos. En la década de los noventa se metió de lleno a investigar las dictaduras de Argentina y Chile, y se hizo mundialmente famoso por su intento de juzgar a Pinochet. Dictó órdenes de captura contra Bin Laden y comenzó un proceso infructuoso contra Silvio Berlusconi.

La notoriedad del «súper juez» ha sido también su perdición. Por un lado, a lo largo de los años se ha granjeado poderosos enemigos en todos los ámbitos de la esfera política y económica de España. Por otro, en su afán por investigar casos de mucho impacto mediático, ha rozado peligrosamente la legalidad, aunque siempre estuviera buscando un fin legítimo. Finalmente, los errores cometidos durante varios de los últimos procesos en los que se ha visto envuelto lo han llevado al banquillo de los acusados, donde ha sido condenado.

Por absurdo que parezca, todo esto me recuerda un capítulo de la serie animada de los Cazafantasmas que siempre ha permanecido en mi memoria: un grupo de espíritus del bien y del mal se reúnen cada cinco mil años para luchar por el alma de un hombre. Esta vez, escogen como escenario de la batalla un partido de béisbol, y los Cazafantasmas se ven involucrados en la historia.

Los problemas comienzan cuando los personajes se dan cuenta de que el bando de los malvados no respeta las reglas y se las salta impunemente. Al fin y al cabo, son los malos: jugar sucio está en su naturaleza. Pero los Cazafantasmas, para poder ganar, tienen que jugar limpiamente, siguiendo todas las reglas aunque eso haga la competición más difícil: el que haga trampas, es descalificado.

Yo estoy seguro de que Garzón, pese a su exagerado gusto por la fama y el reconocimiento, jugaba en el bando de los buenos. Pero los que torturan, los que matan, los que roban, los que estafan, los del otro bando (que rompen constantemente las leyes), llevan mucho tiempo esperando cualquier desliz para caerle encima y deslegitimar su función.

Porque si haces trampas, por pequeñas que sean, ya no estás en el mismo bando y quedas descalificado. Así es el juego.

De cañas por Madrid


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