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A mis clientas les pasa algo cuando les digo que no les daré instrucciones. Su mente queda suspendida en un letargo de miedo, intriga y esperanza. Es un riesgo que tomo, muchas de ellas no quieren oír que serán totalmente responsables de elegir su alimentación. No les diré cuántos gramos de queso campesino pueden comer o cuántas porciones de fruta son permitidas. Puedo perderlas como clientas en un segundo. Y no las culpo, llevan años sujetas a una estructura de instrucciones y de reglas; soltar semejante andamio de control no es fácil. Por frágil que sea.

No voy a decirles qué comer. Es vital no hacerlo porque no quiero reforzar una creencia de poca autoeficacia. Tampoco quiero contribuir a la desconexión con su cuerpo, dándoles reglas estáticas que poco tienen que ver con sus cambiantes necesidades. Además, si funcionara, no habría una industria gigantesca de dietas, simplemente comeríamos lo que ya sabemos que es bueno. No lo hacemos porque comer no solo es un asunto de comida.

Ellas deben iniciar un camino que asume la responsabilidad de su salud. Eso quiere decir que van a entrar en un proceso caótico, pero real; sin garantías, pero con la tranquilidad de que están construyendo un camino de paz. Si quieren continuar, comenzarán a familiarizarse con la idea de la falta de estructura. Y comenzará a gustarles.

Y la comida importa, claro. No creas que lo niego. Lo que comes, se vuelve sangre y huesos y hormonas. Por eso, ofrezco cierta educación nutricional, sin dar instrucciones. Será útil para ellas, utilizarán la información para empoderarse, no para continuar creyendo que algo fuera de ellas mismas las salvará.

 

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