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El incierto origen de los gentilicios empleados para referirse al bogotano parece encerrar un significado despectivo.
 
El desprecio
 
Cuando abandonamos la meseta hay algo así como un peso invisible que siempre llevaremos a cuestas, más allá de si éste nos resulta cómodo o no. No es elegible ni puede ir a parar a la sala de equipajes extraviados.
 
Yo, por ejemplo –y aunque en muchas oportunidades he jugado a evitarlo mediante ardides que no confesaré por hoy– porto conmigo un inconfundible acento bogotano. De los muchos, muy diferentes y muy sonoros que hay.
 
Porque es tonto decir, como muchos lo hacen en la más ingenua e irracional de las formas, que los bogotanos no tenemos acento.
 
Sí que lo tenemos, y es ello algo que para mal –para bien o para algo que se mueve en la mitad de ambos conceptos maniqueos– está y estará con nosotros.
 
Por estos días y desde hace algo así como un mes he estado moviéndome entre Medellín, el Pacífico, Cali y el Quindío (zona a la que la totalidad de mi familia procede, pero que no por ello me posibilita el reconocerme como quindiano).
 
Todo esto lo he dicho porque, pese a que a mí no me lo parezca o a que a veces crea no notarlo, con todos los posibles matices, a donde vaya soy un representante de algún fragmento de aquello que entendemos por bogotanidad.
 
Entonces debo confrontar las preguntas de rigor, que, al fin de cuentas son las mismas.
 
«-¿Vos sos rolo, oís?
-¿Vos sos rolo, homé?
-Ajá ¿entonceh tu ereh rolo?».
 
Pero, por alguna razón, y a diferencia de lo que ocurre con quienes son llamados paisas u opitas o vallunos, hay algo en la expresión ‘rolo’ que me resulta ajeno a mi propia condición.
 
Será tal vez porque el gesto de cada uno de los anteriores representantes de nuestra nada reducida etnodiversidad al pronuciar la palabra, y en particular al hacer énfasis en el dígrafo «RR», acusa ribetes de asco y repudio por el personaje en cuestión, que soy yo, o que podría ser cualquier bogotano coterráneo.
 
Dudo se trate de un complejo o trauma porque, lo he discutido con otros y, en particular en lo que a Medellín toca, la mueca de repudio parece ser general.
 
Distinto es cuando a alguna entidad de educación básica primaria, media vocacional, o superior arriba un nuevo condiscípulo antioqueño a quien de inmediato se bautiza como paisa, lo que de inmediato se asocia con los estereotipados y algo precarios conceptos de habilidoso y entrador y (perdónenme por decirlo, porque odio hacerlo) «echao pa’lante».
 
Si quedan dudas acerca de tal xenofobia antibogotana los invito a visitar y leer la información contenida en este enlace (una sola muestra de una actitud harto generalizada)
 
Hace dos días lo corroboré, cuando hablaba con una cuyabra de rubio pelambre a la que empiezo a  considerar una  buena nueva amiga, quien me dijo que, cosa extraña, yo no parecía rolo porque era «buena gente» y «descomplicado» y que los rolos eran contrarios a tales condiciones: engreídos, antipáticos, chonquis ¿?, fastidiosos…
 
Entonces pensé en la infinidad de oportunidades en las que, en mi indefensa condición de turista inerme, he tenido que soportar las mofas, no siempre malintencionadas, hacia mí y los míos.
 
«Esh que esosh rolos shon muy queridos aquí cuando vienen de viaje. Pero vaya ushté allá a ver cómo lo tratan, parshe».
 
Luego remedan un acento que bien puede ser el proletario de Don Chinche, o bien puede ser (y perdonen de nuevo la detestable y guayigol palabra), el «gomelo» de Andresito, el hijo del Doctor Pardito.
 
Yo no hablo como ninguno de los dos. Pero el caso es que sin duda y en muchos casos, la bogotana presencia es algo de lo que muchos no gustan.
 
Ocurre en muchas capitales. Sé del odio del resto de argentinos hacia los porteños, como lo sé de los venezolanos a los caraqueños, como lo sé de los ingleses a los londinenses.   
 
Desde que recuerdo siempre me resultó mucho más agradable el ser motejado de cachaco que de rolo, en tanto me parecía bastante más consecuente con mi condición.
Pero sobre todo porque era el nombre que yo mismo había escogido para mí y para los míos, y no el que los demás, en un afán despreciativo decidieron espetarme.
 
La pregunta
Ahora bien. Según entendía hasta hoy, Rolo era el bogotano hijo de no bogotanos, mientras que Cachaco era el genuino bogotano de raigambre y abolengo sabanero comprobado. No creo que haya bogotano alguno capaz de certificar tan linajuda condición, así que en el completo sentido del término no creo que haya cachados.
 
Muy a mi pesar, no encontré una fuente que reiterara mi prejuicio.
 
Así que me di a la tarea de hurgar en la etimología y posible procedencia semántica de las expresiones Rolo y Cachaco en busca de luz.
 
 
El cachaco
 
El muy célebre lingüista oriundo de Ecuador  Humberto Toscano en Hablemos del lenguaje (1965), mostraba hondo descontento ante la venidera desaparición del término Cachaco, al referirse a éste como un americanismo que parecía «batirse en retirada».
 
Según Toscano la expresión, cuyo uso para entonces estaba generalizado tan sólo en el territorio colombiano, en el norte de Ecuador y en algunas zonas de Perú, podría tener su origen en el quichua.
 
La idea no es del todo absurda. En Puerto Rico, al menos durante algún tiempo, un cachaco era un español. En Perú solía usarse en no muy honrosa forma para referirse a las lides militares.
 
La más extendida teoría sobre el origen de Cachaco, como la conocemos en la actual Colombia,  nos remite al siglo XVII, cuando tal adjetivo, que a la postre fue sustantivo, era utilizado en forma no muy halagüeña para aludir a aquellos jóvenes (creámoslo o no) «desaliñados en el vestir».
 
Las cosas cambiaron hacia 1830 con motivo de las confrontaciones entre conservadores y liberales, de las que estos últimos salieron airosos.
 
Puesto que muchos de aquellos mozuelos mal vestidos hicieron parte del vencedor bando, la palabra dejó su despectiva connotación para significar todo lo contrario. Entonces, un joven liberal era un cachaco.
 
Ahora un cachaco era un hombre elegante, servicial y caballeroso o un individuo de buenas maneras. Tanto así que tres años más tarde no hubo miramiento reato ni vergüenza alguna al bautizar a un tabloide de periódica circulación -liberal, eso sí- como El Cachaco.
 
Con su historia coincide Rufino José Cuervo en sus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano (1954).
 
Me queda la duda, sin embargo, de si un cachaco es en verdad un bogotano, dado que en las costas, todo aquel que provenga del interior será motejado de manera indistinta de tal forma.
 
El rolo
 
Lo que muy claro está es que Rolo no es un cumplido, ni nada que se le parezca.
 
Roberto Restrepo, en sus Apuntaciones idiomáticas y correcciones del lenguaje (1955) define Rolo como «Nombre dado a los indios y mestizos españoles, especialmente cuando habitan las sábanas de Bogotá» y como «Hombre de baja estatura», aclarando al tiempo que su connotación es peyorativa.
 
En Perú Rolo es un juego practicado por los niños, en Colombia es además un vulgarismo para referirse a un rodillo de imprenta y en México, según aprendí al ver MTV latino durante mi post adolescencia, una Rola es una canción.
 
La conclusión
 
Son reflexiones a propósito de mi ciudad. Al margen de la disertación, tal vez inútil por demás, quiero expresar mi tristeza por la desaparición del clásico acento cachaco del perímetro urbano de la ciudad.
 
Quedan rezagos en algunos abuelos octogenarios y también, aunque no muy auténticos, en ciertos yuppies de tercera generación.
 
Me gustaría por tanto, esto sirviera de pretexto para recuperar algunos bogotanos términos que espero mencionar en un futuro (cachifo, orejón, viaraza, glaxo y cocacolo, entre ellos).
 
Por ahora oigo sugerencias y pregunto a los contertulios bogotanos y no bogotanos qué encierra para ellos este mundo de prejuicios, gentilicios, cachaquerías y roladas.
 

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