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Pocas sociedades latinoamericanas pueden argumentar ser tan católicas como la colombiana, que vino a implementar la laicidad del estado de manera tardía, de cara a la llegada del siglo XXI y que aún permanece incapaz de remover los símbolos religiosos de la mayoría de emblemas de la patria. Pero la puesta en práctica de los valores que fundamentan el cristianismo como el perdón y el respeto ha representado todo un reto para una ciudadanía tradicionalmente religiosa.

Es necesario aclarar que en ningún momento debe confundirse el perdón con el olvido, que es una traición al deber humano de mantener la memoria. Tampoco es sinónimo de reconciliación, un ejercicio que requiere del acuerdo entre las partes involucradas en un conflicto, en donde cada cual reconoce sus culpas y ofrece sus disculpas. El perdón, en esencia, es un ejercicio personal de liberación: la determinación de no estancarse en un mismo ciclo y la decisión de no permitir que el futuro sea dictado por resentimientos del pasado. Usted puede perdonar a quien le ha hecho daño, incluso cuando esa persona no ha manifestado ningún tipo de arrepentimiento.

Y es quizás por eso que las enseñanzas de Jesús, el Cristo y el Mesías de los católicos, se centran en su mayoría sobre valores que a primera vista serían la base para una sociedad que entendería como sagrada la paz, la sana convivencia y el triunfo del perdón sobre la sed de venganza; una sociedad capaz de entender que el perdón no podrá cambiar el pasado, ni será suficiente para borrar el dolor de quienes han sufrido, pero definitivamente tendrá la capacidad de sentar bases para un futuro más esperanzador.

Lo curioso es que así como la mayoría histórica de los colombianos han conformado las filas del catolicismo, asistiendo a misa todos los domingos y comenzando cada día con una oración, la puesta en práctica del perdón parece haberles resultado una tarea compleja, mientras que el resentimiento toma cada vez más fuerza entre miles de creyentes. Muchas veces escudados por la defensa de la supuesta figura de la familia tradicional (como si estadísticamente existiera en el país algo semejante), campañas de discriminación y de odio han sido justificadas por los más acérrimos cristianos. Y en el nombre de la justicia, a pesar de desconocer la naturaleza del derecho en la mayoría de los casos, otros tantos se oponen a perdonar a los miembros de una guerrilla que ha decidido dejar sus armas para regresar a la vida civil.

Pero recordemos que el ejemplo recibido por los creyentes tampoco ha sido el mejor. La institución de la Iglesia a lo largo de los violentos años de la historia Colombiana ha estado lejos de ser un garante de balance y de paz. Y poniendo a un lado las enseñanzas de Jesús sobre el amor y el perdón, decenas de jerarcas católicos han tomado posición en el marco de las guerras civiles y conflictos armados, convenciendo a sus feligreses de que asesinar a los contrincantes es merecedor del perdón de Dios. Los más recientes credos religiosos del pentecostalismo, que en ocasiones reciben la confusa etiqueta de cristianismo (aunque los católicos son también cristianos) han liberado una guerra abierta y discriminatoria contra poblaciones en situación de vulnerabilidad como los discapacitados, las minorías étnicas y los homosexuales. Ligera contradicción frente a las enseñanzas de su profeta predilecto, curiosamente librada en nombre suyo.

En el contexto del proceso de paz las iglesias pentecostales cumplieron con un papel antagónico, organizando a más de un millón de sus fieles para votar negativamente en el plebiscito, mientras que la más tradicional cúpula católica fue incapaz de fijar una posición firme a favor del acuerdo con las Farc. La institución que en su definición debería abogar por el respeto por la vida y la prevención del sufrimiento terminó congraciando con la posibilidad de mantener en pie una guerra sin sentido.

Lejos de ser actores balanceadores para la sociedad colombiana, las religiones han tomado partida y han profundizado la polarización y la radicalización entre los bandos que dividen al país. Y de paso han elevado más barreras sobre la bien documentada incapacidad de perdón de los colombianos, ciegos frente a sus propias contradicciones y convencidos de los argumentos con los que mantienen vigentes sus rencores.

El destino errante de una sociedad tan disfuncional como la nuestra podría alejarse de la dirección del fracaso si los valores promovidos por Jesús fueran puestos en práctica por quienes alegan ser sus seguidores. Lo dice un ateo.

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