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El asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando y de su esposa Sofía Chotek el 28 de junio de 1914, que llevó a que un mes después el imperio austrohúngaro declarara la guerra a Serbia, parece baladí y sin las proporciones mundiales de lo que se jugaba en el ajedrez del mundo al otro lado del Atlántico. La Primera Guerra Mundial, en realidad, había estallado un año antes, durante los diez días de terror que sufrió la Ciudad de México entre el 9 y el 19 de febrero de 1913 y que se conocen en la historia como la Decena Trágica.

Reprocharán este enfoque muchos historiadores de corte eurocentrista o intracolonialista. Pero así como Inglaterra buscó impedir que Alemania –el imperio autrohúngaro– dominará en Europa, de la misma forma Estados Unidos debilitó a México, el país más poblado y fuerte de la América española, para controlar mejor el hemisferio. Ya en 1898 se había apoderado de Cuba y Puerto Rico bajo la excusa de expulsar cualquier presencia olorosa a España.

Tras la Decena Trágica, hacia finales de febrero de 1913, la Embajada de Estados Unidos impuso en México al dictador Victoriano Huerta. En el cambio de régimen presidencial, ya para 1914, el nuevo gobierno de Estados Unidos se declaró enemigo del dictador mexicano. Too late. Huerta había pactado con los alemanes, en secreto, el desembarco de nuevo armamento. Lo necesitaba para combatir a los revolucionarios Venustiano Carranza y Pancho Villa. A cambio, los alemanes tendrían puntos estratégicos en la frontera para un posible ataque contra the US.

Y, así, la primera batalla marítima de la Gran Guerra no sucedió en Europa sino en Veracruz, México, el 21 de abril de 1914, cuando la fuerza naval de Estados Unidos sitió el puerto para impedir que el dictador Huerta, al que había impuesto un año atrás, se aliara con los alemanes y los japoneses, y estos le desembarcaran armamento o, peor aun, soldados que amenazaran su hegemonía hemisférica: «México para los norteamericanos».

Mi hipótesis se sostiene en buena parte a partir de una lectura cuidadosa de La guerra secreta en México [The Secret War in México], la estupenda documentación que el historiador austriaco Friedrich Katz publicó en la Universidad de Chicago en 1981. Efectivamente, México jugaba un papel preponderante a comienzos del siglo XX. Se había convertido en el primer o segundo productor mundial de petróleo. Si bien la gran parte estaba controlada por empresas de Estados Unidos, desde 1901 el presidente Porfirio Díaz, según Katz, “comenzó a volverse hacia las potencias europeas, Inglaterra y Alemania principalmente, invitándolas a invertir en su país y a desafiar la supremacía norteamericana”.[1] Pero pagó muy caro su desafío.

La nueva superpotencia de los Estados Unidos de América, que contralaba los Ferrocarriles Nacionales de México con maquinistas y tripulantes que ni siquiera hablaban español, permitió en cierta forma el contrabando de armas a los opositores de Porfirio Díaz, y un ínfima guerrilla derrotó a todo un Estado. A la diplomacia imperialista angloamericana no le interesaba la transición democrática de México, para lo cual hubieran apoyado al general Bernardo Reyes, sino sumir al país en la anarquía.

Desde tiempo atrás, más bien, parecían conspirar contra el general Reyes. Éste tenía la idea de reforzar el ejército mexicano con nuevos sistemas de reclutamiento, cuestión poco conveniente para los intereses gringos. Si México hubiera tenido un ejército poderoso, organizado a la manera del ejército prusiano, Estados Unidos se hubiera abstenido de entrometerse tan a menudo en su política interna. Todo en política es fuerza.

Invasión naval de Estados Unidos en Veracruz, México


[1] Friedrich Katz, La guerra secreta en México, trad. del inglés de Isabel Fraire; trad. del alemán, José Luis Hoyos, Era, 6ª edición, México, 1999, p. 40.

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