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– El primer deber del intelectual es la amabilidad. El estilo. Hacerse entender.

Decir como el sacerdote maya apresado por Pedro de Alvarado cuando vislumbra, en las manchas del jaguar, la escritura del dios: “¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir!”

– Suprimir el balbuceo. Suprimir el balbuceo para mayor espontaneidad.

– Lo malo es que no es el Estado quien está enfermo ni narcotizado; quien está enferma, casi moribunda, es la sociedad civil que se ha ausentado.

Confunden sociedad con Estado. Sólo ellos, los nacionales, tienen derecho a hablar mal de su nación. La opinión del extranjero, por muy erudito o documentado que esté, será para ellos, siempre, la opinión de un advenedizo.

-No campea el mal por ausencia de Estado sino por demasiada presencia estatal –policías por todas partes– engendrando un monstruo de mil cabezas.

-El hijo de Dios se apareció en una provincia judía del imperio romano extendiendo una parábola universal. Les dijo a los no-judíos: “Dios hace justos a los que tienen fe, sin tomar en cuenta si están o no están circuncidados.» (Romanos 3).

– La disciplina es estética. Injusticia y desorden van cogidos de la mano. De suerte que para ser buen policía conviene tener, ya no muchas agallas, sino mucha contención.

-“No es fácil que alguien se deje matar en lugar de otra persona” (Romanos 5).

– Recuerdo de los amaneceres olorosos a boñiga.

– Infancia fluvial. El viento me azotaba el rostro mientras pasábamos el Magdalena, abajo, relleno de eternidad.

– 1994. De noche. Las empanadas de la esquina de 4 vientos revientan en manteca.

–  En 2008, junto al malecón, la tormenta era dulce. Soplaba un viento sin sal.

– La sabiduría vulgar aconseja evitar las comparaciones por odiosas. No hay consejo más paralizador, puesto que una cosa sólo se hace evidente cuando se compara con otra.

No importa que las comparaciones sean odiosas y luego convenga rectificarlas o reinterpretarlas.

Antes vivía en una calle aglomerada de locales y tiendas de toda suerte de azúcares; abajo una odontología; doblando la esquina una tienda para hacer plantillas y una peluquería de abuelitas; ninguna tienda de frutas o verduras; salvo un pequeño local, ningún sitio para sentarse a tomarse un café. Alrededor del metro, entre el ruido de la avenida, fritangas y puestos de periódicos entronizados por una modelo –mal hecha– de cartón bajándose la tanga a medio nalga.

En nuestra calle de ahora, en cambio, veo cuatro puestos de verduras y frutas; cuatro cafés con sillas en la acera como terrazas; dos panaderías; una zapatería con una vistosa vitrina; tres paradas de autobuses; dos semáforos; apenas pasan carros.

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