Historia real: En homenaje a Filiberto Pinzón, un gran fotógrafo, maestro y amigo.
En el año 1962 tenía unos 4 años cuando me llevaron desde Bogotá, donde nací, a mi puedo natal Chaguaní, Cundinamarca. Lo llamo pueblo natal porque lo siento así, porque en los pocos años que viví ahí tuve experiencias únicas de la niñez y fue allí cuando empecé a pensar en muchas cosas sobre mi futuro. ¿Qué era futuro? Sin saber el significado, siempre pensé en eso.
Mis papás vivían en Chaguaní, en la finca San Antonio. Mi hermana María Luisa trabajaba en Bogotá; ella me llevó al pueblo y de hecho, me iba a llevar a la finca.
Cuando íbamos bajando de Chaguaní, más o menos en la hacienda Santo Domingo, había una finca. Toda una gran familia venía por el camino de vuelta, me acuerdo que eran muchas personas, entre ellas mis padres, toda mi familia. ¿Qué pasó?…
Me acuerdo que decían que la guerrilla había asaltado una casa y que había matado a una gran cantidad de personas. Yo, inocente, un niño de 4 años, sentía que algo malo había pasado. Recuerdo que nos devolvimos al pueblo y nos quedamos en casa de una familia Valderrama y nos acostaron en el piso de la sala. También me acuerdo que estábamos en la finca en San Antonio y vi por el filo de la finca, al lado de la fama, cuando pasaban mulas y todos miraban hacia allá, incluso yo. Una imagen que nunca se me ha borrado: ver los muertos y su traslado en mulas hacia el pueblo.
Así empieza mi historia en Chaguaní, en la finca San Antonio. Las tareas de campo, hacer mandados, una cosa y otra eran parte de la rutina. También empieza la época de estudio en la Escuela de San Agustín. Todos los días debía subir a la finca como media hora y volver a bajar para almorzar, y así todos los días de arriba para abajo.
Cuando comencé a estudiar en Chaguaní, mis papás arrendaron una casa, mi abuela Agripina nos cuidaba a mis hermanos y a mí, ella siempre estuvo pendiente de nuestros estudios y de nuestras tareas, aunque casi nunca las cumplíamos. De hecho, eso me recuerda que extraño mucho a mi papá. Mi papá fue un gran hombre, pero creo que le recriminé algún día por no estar pendiente. No me acuerdo si lo hice o no, pero siempre tuve el interrogante: ¿por qué mi papá nunca me preguntó si estaba estudiando o no? Esto comenzó a marcar mi vida
La que todo lo hacía era mi mamá. Ella era la única que estaba pendiente de todo. De hecho, me acuerdo de una camisa amarilla que quise mucho y que era terriblemente fea, amarilla y llamaba mucho la atención, pero para mí era la mejor camisa que tenía en la vida, sin embargo, mi mamá la pagó con una docena de maracuyás y panelas que le vendía al dueño del almacén del pueblo y era yo el encargado de traer eso a escondidas de mi papá. Con eso, mi mamá pagaba telas para hacerles los vestidos a mis hermanas y camisas para mí o para comprar zapatos.
Mi infancia transcurrió siempre en situaciones de trabajo, trabajo y más trabajo, por lo que usualmente me preguntaba: ¿cómo sería Bogotá? ¿Cómo será salir de esto?
Sin saber qué era, siempre oía una palabra: ¡Futuro! Incluso, en las noticias era recurrente escuchar que había futuro. Yo me preguntaba qué sería esa vaina.
En el pueblo había un fotógrafo que tenía una cámara de cajón y fuelle, por lo que una vez fui a ver la cámara a su casa. La primera vez que la vi me impresionó: ¡Tan bonita!… ¡cómo huelen esos químicos! No obstante, nunca se me pasó por mi mente que podría terminar siendo fotógrafo.
Cuando terminaba mis clases de la semana, debía volver a la finca todos los viernes en las tardes para así trabajar sábado y domingo; después, volvía al pueblo a estudiar, una rutina que se dio por mucho tiempo. Mientras tanto, seguí trabajando y trabajando, y estudiando.
Tristemente, no había tanto control para saber si estudiábamos o no. Mi mamá nos preguntaba: ─¿cómo le fue esta semana?
─¡Bien, Mamá! ─contestaba, pero muchas veces le mentíamos, pues eramos muy ‘pelietas’ en el colegio.
Pasaron los años y a trancas y mochas terminé quinto de primaria. Cuando me fui a graduar, no tuve zapatos para ir a la graduación, por lo que nunca obtuve el cartón de primaria. De hecho, hasta hace unos dos meses recibí dicho documento de mano de la gente del colegio de Chaguaní.
Me dieron el diploma y un par de zapatos chiquiticos, lo más de lindos; un recuerdo de lo que me pasó por no tener zapatos en esa época.
Después, mi mamá me llevó a Bogotá a continuar el bachillerato, pero no lo hice, y como no serví para estudiar me llevaron nuevamente a Chaguaní. En conclusión, no estudié sino hasta primero de bachillerato.
Hubo amores, estuve enamorado de varias ‘chinas’ como todos en la vida de niño, la mejor época de uno para correr y jugar.
En el pueblo fui acólito en la iglesia del pueblo. Yo era muy devoto hasta que un día vi al sacerdote molestando a la mujer encargada de la cocina y me pregunté: ‘¿Acaso el padre puede hacer eso?’. En ese momento me dije: “Si el padre puede acosarla, yo puedo tomar vino y comer hostias”. Yo hacía las hostias, por lo que me dediqué a comérmelas y hasta me metí una borrachera con vino consagrado la cosa más bárbara.
Un 6 de agosto, día de las fiestas del Señor de la salud, las personas llevan comida, dulces y los ponen en toldos. Yo tenía mucha hambre y pasé por un toldo de esos y vi unas morcillas deliciosas y yo sin un peso. Mi papá andaba borracho como siempre; iba al pueblo a gastarle a los amigos, pero se le olvidaba que tenía esposa e hijos; entonces tuve el atrevimiento de robarme 50 pesos del atrio donde la gente echa plata. Lo curioso fue que cuando metí la mano para sacar dinero, me paré y sentí un golpe en la nuca, por lo que pensé que era el padre que me estaba pegando y devolví el billete a la caja de cartón, cuando volví a mirar, era el Cristo con la cruz al hombro, lo miré y le dije: “¡Ay, qué pena, Señor! Volví a coger el billete, lo usé y me fui a comerme la morcilla. Eran travesuras que hacía cuando era niño.
También me acuerdo que monté un circo en Chaguaní con los ‘pelaos’ del pueblo, entre ellos Fernando Ayure (q.e.p.d.). A él lo mataron después. El papá le llevó una caja de acuarelas de muchos colores y con eso nos pintamos las caras como los payasos y cobramos la entrada a 35 centavos. Era una locura.
Mi corazón siempre estuvo en Chaguaní, en ese entonces había mucha gente, ahora han vuelto después de la violencia de ese momento. A nosotros no nos pasó nada gracias a Dios. Mi familia trabajó muy duro en la finca panelera. Para ese entonces tenía 8 años y trabajaba como un adulto. Yo lloraba y lloraba por la noche cuando me tocaba trabajar en el trapiche moviendo bagazo a un sitio especial, desde las 6 p. m. hasta a las 12 de la noche. Mi hermana Delia me ayudaba hasta las 9 o 10 p. m. antes de acostarse, porque ella era la encargada de la cocina y tenía que levantarse temprano. Y yo: ¡llore y llore!, por lo que me decía: “Tranquilo, hágale despacio que ahí va bien”. Cuando botaba una brazada de bagazo y volvía, estaba lleno otra vez. Y, yo, ¡chille! Todos estos momentos siempre los he tenido presentes.
También recuerdo ir a la quebrada cuando llovía, al pie de la enramada, a cazar cangrejos, era algo que me encantaba; cuando los cogíamos los echábamos al horno de la estufa de leña y quedaban deliciosos. En dicho horno, mi mamá, a quien recuerdo con mucho cariño, también tenía envueltos, arepas y plátanos asados, además de una olleta llena de tinto para todos. Nosotros llegábamos y siempre había comida, por lo cual siempre tenía ganas de llegar. Nunca nos faltó comida, lo único que nos faltó tal vez fue el cariño de mi papá, pues nunca lo escuchamos decir: “tengo unos hijos, voy a preocuparme más por ellos y su futuro”. Siempre copié lo bueno de mis padres, pero lo que no me gustó, no lo copié.
Mi papá tenía la costumbre de que le regalaba a uno una vaca, un becerro o un perro. Con el tiempo, uno los cuidaba y después se lo vendía, pero no nos daba nada. Pasaban los días y yo veía que todo seguía y seguía igual, no veía futuro. Me decía: “Cuando grande quiero ser alguien, pero no veo que esté pasando nada aquí, ¡Dios mío!
Hasta que un día tomé la decisión de irme de la finca cuando tuve 13 años. Me dije: “¿Y ahora para dónde cojo? Entonces, me fui para donde un vecino de la finca a quien llamábamos ‘don Atanasio’. Su nombre completo era Atanasio Peña. Él había visto cómo yo cortaba la caña, le sacaba el cogollo y las llevaba a las mulas, así como cuando mandaba ese machete pa’ lado y lado, por lo que me preguntó: “¿A usted no le gustaría venirme a ayudar la semana entrante a tumbar caña y le pago?”.
¡Uyyy!, ahí ví la oportunidad de trabajar y me fui pa´donde don Atanasio esa semana. De la casa me volé 8 días a trabajar con él. Me pagó 72 pesos entre lunes y viernes por tumbar caña. Como dormía y comía allá, mi papá me mandaba razones: “¡Que se vaya para la finca a trabajar!”, y yo decía: ¡Ahhh!
Un sábado llegué a la casa y mi papá estaba bravísimo conmigo, por lo cual mi mamá me dijo: ¡Uyy!, le van a dar su leñera porque usted no estuvo aquí”.
No obstante, esa vez me salvé porque les avisaron que a la comadre Oliva la habían asesinado, por lo que se fueron temprano ese domingo a ver qué había pasado. El rumor era que uno de los novios o pretendientes que tenía, la había asesinado a ella y al novio. Un trágico suceso que, sin embargo, me salvó de que me dieran una ‘garrotera’.
Días después, el total de mis ahorros eran 72 pesos, pero yo quería irme con 100, entonces, un día le dije a mi mamá: “¡Mamá, me voy porque aquí no hay futuro!”.
Entonces, me acuerdo que me llevó una bolsita de papel de la marca Pielroja, donde eché una camisa y un pantalón. Además de eso, no tenía más que la ropa que tenía puesta. Cuando me despedí de mi mamá antes de irme pal’ pueblo, ella me dijo: “Bueno, ¡que le vaya bien!”. Cuando llegué al pueblo, me dirigí hacia donde mi papá hacía mercado, donde un señor llamado Jaime Santamaría, quien manejaba el almacén Idema, y le dije: “Mi papá le manda a decir que si le presta 30 pesos”. Después le pregunté por algo que sabía que el señor Santamaría no vendía para que no desconfiara. Me los dio y así completé los 100 pesos.
Así arranqué pa’ Puerto Salgar a donde Pedro Vicente. Yo había oído que él vivía en una vereda llamada El Taladro y sabía llegar, además también sabía que los domingos Pedro Vicente estaba ahí.
Ya tenía planeado dónde ir: primero a la Dorada (Caldas), después tenía que pasar por Puerto Salgar y ahí esperaría hasta el domingo por un bus que me llevara a El Taladro, allí, donde un señor tenía una cancha de tejo me tenía que bajar. El plan era preguntarle a algún trabajador o a José Sánchez, un muchacho que había estado en Chaguaní, por la finca de Pedro Vicente. Esta era la única salida que tenía. Así lo pensé y así arranqué.
Esa noche dormí en Chaguaní donde doña María Piñuela. Al otro día arranqué, en un bus que decía: Chaguaní, Guaduas, Honda.
Por señas, llegué a donde mi abuela paterna. Ella no me conocía, estaba con mi tía Dioselina.
─ ¿Qué quiere?
─Soy Filiberto Pinzón, el hijo de Luis Alberto. Mi papá me mandó a vacaciones a donde Pedro Vicente, ¿cómo llego adonde él?
Entonces, me explicaron cómo llegar. La ruta que me dijeron confirmaba la que había planeado, entonces pensé: “Voy bien”.
Posteriormente, me dieron una gaseosa y me dijeron: “Bueno, mijo, ¡que le vaya bien!”. Fue la única y última vez que vi a mi abuela, porque murió.
Cuando llegué a El Taladro, tuve la fortuna de encontrar a José Sánchez en la cancha.
─¡Q’hubo mi hermano! ¿Y eso?, ¿qué lo trae por acá? ─me preguntó.
─No, hermano, en Chaguaní no pasa nada, me vine a ver si me dan trabajo por acá ─contesté.
Pues sí señor que me dieron trabajo. ¡A tumbar montaña y a echar machete se dijo!
No obstante yo era un niño y no tenía la contextura ni daba la talla, entonces me asignaron como lechero, tenía que separar los terneros, ayudar en los corrales y ordeñar. Después, tenía que llevar la leche en una cantina a la orilla de la carretera, para que el carro lechero pasara y se la llevara. Este fue mi trabajo por 6 meses.
Un día me regalaron un sombrero rojo, por lo cual todos me empezaron a decir ‘Carpintero’, y así me quedé.
Era un paraíso. La finca se llama La Batalla. Vivir esos 6 meses fue divino. A pesar de que no había como divertirse, el único deporte que hacíamos los domingos era ir a pescar bocachicos inmensos, aunque cuando los echábamos nuevamente a la laguna, al día siguiente amanecían muertos. Otra diversión era ir a la selva a coger gallinas. La selva siempre está a unos 30 o 40 cm de altura, de la tierra hacia arriba, y uno se puede meter boca abajo. Arrastrándonos, nos íbamos de cacería de gallinas. Esa era la diversión de nosotros allá en La Batalla. Fue una experiencia muy bonita que me ayudó a madurar. Pasaron cosas muy lindas de trabajo y la gente fue muy buena.
Lo que sigue cambió el destino de mi vida no sé si para bien o para mal. No sé cómo me di un machetazo en la rodilla y me la corté toda. Estaba tumbando un árbol y me cayó un oso perezoso encima, por eso a los perezosos les tengo miedo, no me gustan, ni siquiera mirarlos a la cara. Tumbé el árbol y el perezoso me cayó encima y se quedó mirándome. ¡Terrible!, como decía, les tengo pavor. La única medicina eran siete hojas de matas diferentes, las cuales se machacaban y se ponían en la herida. No obstante, la lesión empezó a afectar más mi pierna.
Cuando mi hermano Julio se enteró del suceso, me dijo: “En Bogotá hay futuro, vámonos para allá”.
Pues arrancamos para Bogotá. Sin embargo, era totalmente diferente a lo que yo pensaba: muchos carros, mucho miedo, muchas cosas que yo no había vivido en el campo. Todo era muy diferente. Además, también estaba sorprendido porque desde que me fui de donde Pedro Vicente, a quien le tuve mucho cariño, nunca más lo volví a ver. Murió hace casi un año, aunque alcancé a hablar con él por teléfono y pude darle las gracias antes de que muriera, pues fue muy especial conmigo, de hecho, él me dio 350 pesos para que los tuviera cuando llegara a Bogotá.
Por otra parte, nunca había estado en cine, por lo que con mi hermano fuimos a ver películas de kung fu y películas mexicanas. Él me decía: – camine vamos a cine- , pero gastando mi plata en eso. Llegó el momento que me quedé sin un peso
“¿Y ahora qué hago?, ¿y el futuro?”, me dije.
Pasaron los días y empezamos a buscar en el periódico a ver qué encontrábamos.
Se necesitaba un muchacho mesero y de oficios varios. Yo siempre buscaba oficios varios porque no sabía más nada. Resultó que empecé a trabajar en un bar de mala muerte en la 6. ª entre Caracas y 10.ª. Allí lavaba baños y vasos. En el día se tomaba café y uno que otro bailaba. Por las noches era un burdel con prostitutas.
Ahí ya tenía 14 años, pero entonces una noche mataron a alguien en el burdel.
Al día siguiente llegó la policía y se formó el ‘merendengue’ (desorden). Cuando un policía me dijo: “Nombre, cédula, ¿casado o soltero?”, a mí me dio risa.
─¿De qué se ríe? ─me dijo.
─Solo tengo 14 años ─contesté.
─¿Cómo?, ¿usted es menor de edad?
Entonces sellaron el negocio y me echaron por decir que era menor de edad y soltero. Ahí duré como unos 15 o 20 días.
Seguí rodando mi vida y terminé de ayudante donde un paisano de Chaguaní en una zapatería, estuve como dos meses con él haciendo mandados, trayendo los almuerzos, ayudando a cortar las suelas y vainas de zapatería, pero tampoco funcionó. “Esto no es para mí”, me dije
Después me metí como ayudante a una panadería en el centro, en la 10.ª con calle 12 donde actualmente hay un almacén de ropa. Me acuerdo que el dueño se llamaba don Pedro, quien me enseñó los procesos y medidas de harina y grasa para hacer variedades de pan. Y yo, contento, pues decía que me gustaba la cuestión.
Un día me dijo: “Baje y lleve estos buñuelos para que los metan al horno”. Bajé con mi bandeja de buñuelos y acababan de lavar las escaleras. Caí con los pies arriba y los buñuelos cayeron encima de los clientes que estaban abajo. Me metí un ‘totazo’ en la espalda. Y hasta ahí, porque me echaron.
“De panadero tampoco fue”, me dije.
Después vi un aviso que decía que necesitaban un mensajero en una tipografía. El trabajo era en el barrio San Antonio en la calle 6.ª con Caracas y consistía en traer cosas de Bosa y Soacha, esta última era la cosa más berraca, solo habían potreros y además tenía un problema adicional, siempre me salían una gran cantidad de perros, yo salía corriendo y siempre terminaba encima de un árbol por el susto de los berracos perros.
Después, aprendí a manejar unas máquinas que se llaman tarjeteras y empecé a manejar después otra ya más avanzada. Así empecé. Me gustó el olor de las tintas y me dije: “¡Ve, que tan bonito esta vaina!
La tarjetera era una máquina manual y la otra era automática, en esta última lo único que se tenía que hacer era meter un papel y salía impreso, son más rápidas. Pero un día estaba poniendo el papel en la máquina para imprimir tarjetas y estando en ese proceso me dormí y me machuqué las uñas y hasta ahí llegó el empleo, me echaron otra vez… ¡Ave María! dije: “Bueno, ¿y el futuro? ¿Para dónde va mi futuro, Dios mío?
Ya estaba en los 15 años y nada de mi futuro. Mi hermana Edilma es un caso especial porque terminé viviendo con ella y su esposo durante 12 años. Ella y Fernando Montes, mi cuñado, terminaron siendo como mis segundos padres.
Ella es muy especial conmigo, es una gran hermana y una gran mamá; me quiere mucho. Siempre me motivó para que fuera alguien en la vida, es un capítulo especial que tengo. Por ella he logrado estar donde estoy. Siempre la tendré en mi corazón y en mis oraciones. Por todo lo que hizo conmigo, por ayudarme, por tenerme en su casa, aguantarme y consentirme como siempre lo hizo.
Ella era vecina de un señor Carlos Montoya que era jefe de armada del periódico El Siglo en el barrio Almería. Ella, al ver que no conseguía empleo, habló con don Carlos.
Entonces, se dieron las cosas y entré a trabajar en El Siglo, el 5 de agosto de 1974, como limpiador de linotipos. Para limpiar eso usaba un trapo y petróleo. Fue una experiencia muy bonita y hasta me sentía periodista limpiando dichos linotipos. Ahí trabajé como unos tres meses y dije: “Aquí está el futuro”.
Empecé a trabajar en otros puestos y pasé a una máquina a otra en fotograbado. Me movía y me movía de un lado para otro y la gente me decía que tenía madera para llegar a ser alguien.
Conocí a un señor Chileno que jamás olvidaré: Francisco Koiler. A él también lo llevo en mi corazón. Un día me dijo: “Usted tiene que aprender la profesión de fotomecánico”.
Así era, me gustaba bastante, yo iba a fotograbado a traer clisé o cliché, que son imágenes impresas en hojas de zinc. Iba y me encantaba ver cómo ponían fotos en esas hojas de zinc. Yo estaba interesadísimo en eso, porque me parecía que algo muy bonito. Iba y miraba y miraba. Por lo que me dijo: “Lo veo muy interesado en esto, entonces va a estudiar”. Y me mandó a estudiar al Sena en la noche y en el día trabajaba.
Estando ahí en El Siglo aprendí la armada en plomo, tuve exactamente seis ascensos en el periódico El Siglo, como los que llevo ahora en El Tiempo.
Ahí arranca mi otra historia, porque a mis 19 años terminé siendo jefe de fotograbado de El Siglo, siendo antes asistente de fotograbado.
Fue una experiencia muy bonita, pero nunca he sido de las personas que les gusta mandar; me gusta trabajar, trabajar y trabajar. De hecho, nunca más he sido jefe.
Tuve una invitación de un amigo, Jaime León, quien trabajó conmigo en El Siglo. Él me dijo: “Están necesitando un fotomecánico en El Tiempo, ¿le gustaría venir?”, y dije: “¡listo!”.
En el siglo ganaba 15.500 pesos y entré en El Tiempo el 5 de agosto del año 1986 a ganar 9.500 pesos, pero la idea que yo tenía, era aprender y seguir hacia adelante, llegar a algún lado más lejos de lo que tenía imaginado y así se hizo.
Entré al periódico El Tiempo a Preprensa como montajista de blanco y negro; después pasé a montajista de color; bajé como negativista; después pasé a manejar los scanner, y luego vi la oportunidad de pasar a fotografía digital hace 16 años, cuando no era tan chévere, mejor dicho, no había gente que hiciera fotos digitales. Yo usaba Photoshop y sabía de fotografía, solo era unir las dos partes, pues ya era fotógrafo digital y por mucho tiempo figuré en la nómina de El Tiempo como fotógrafo digital.
Así empieza mi experiencia en este campo, aunque al comienzo esta expectativa era como estar en un limbo, de hecho me preguntaba: “¿Y ahora para dónde cojo?, si nadie me enseña… ¿Qué es fotografía digital?
Entonces trajeron un técnico de Kodak desde los EE.UU. para que me enseñara, pero creo que no aprendí mucho. Realmente, las personas que me ayudaron y me impulsaron bastante en el estudio fueron: mi primer profesor de fotografía en el año 1977, junto a Ernesto León, Nereo López, el profe Fabio en el Sena, Jaime Prada de Kodak y Rafael Espinosa.
Rafael fue importantísimo en el estudio fotográfico, además me enseñó a iluminar y ha sido un gran amigo que me ayudó bastante. Así me impulsé y seguí adelante.
Por el camino vi que la fotografía digital comenzaba a tomar forma en la revista ‘Aló’. Hasta que un día Olga San Martín, me dijo:
─Fili, ¿usted hace fotografía también afuera?”.
─¡ Claro! ─contesté.
Y entonces comencé a sacar mis luces grandototas y a tomar fotografías de personajes. Fue ahí donde arrancó realmente la fotografía digital y el estudio fotográfico con Fili a bordo.
Empezaron a llegar días chéveres. Viajaba, hacía muchas cosas en las diferentes revistas y comenzamos a sacar una revista que se llamó ‘Ida y Regreso’, viajé por los pueblos de Colombia lo más de chévere, conociendo todo y tomando fotografías de paisajes, pajaritos, atardeceres, arquitectura, gastronomía, etc.
Hoy he hecho libros de pueblos patrimonio, otro de experiencias únicas y uno que se llama ‘Escapadas por Colombia’.
Ahora estamos haciendo ‘El Rollo de Fili’, que son galerías para el Canal de El Tiempo y entrevistas a personajes de la historia. Hay otra galería de la A a la Z que sale todos los martes en el Tiempo.com.
Así empezó esa gran pasión de hacer diferentes clases de imágenes.
Al final de la historia, este ‘carpintero’ se dio cuenta de que sí había futuro. Unos días después hablé con mi papá y quedamos siendo después de todo, los mejores amigos.
* Condolezza quiere ser tu amiga, escríbele y cuenta tu historia a condolezzacuenta@hotmail.com Twitter: @condolezzasol. Todas las historias serán revisadas y corregidas para ser publicadas. Se reservarán los nombres reales, si lo deseas.
Hola mi querida condolezza, muchas felicitaciones por esas historias que nos hace volar la imaginación. son excelentes. hacia falta un personaje que se encargará de darle vida a nuestros sueños.
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Una gran historia de superación..!!!…me toca en lo personal, pues he pasado por todo este tipo de dificultades desde mi niñez.
Como lo publica la autora, se evidencia el trasfondo de la verdadera amistad y el valor implícito que se le otorga. Se valora a la persona por lo que realmente vale, sobre todo por la lealtad.
La historia de «Fili» puede ser la de muchos «provincianos» que hemos llegado a esta gran ciudad con la ilusión de encontrar un «futuro».
Afortunadamente para el protagonista de la historia, su sueño se hizo realidad…y encontró futuro, haciendo lo que mas le agrada hacer……ser buena gente…y plasmar en sus fotos los instantes mas preciados de su visión de futuro…..!!!!….
Saludos a la autora…y por supuesto a nuestro héroe Fili…!!!!
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