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El transporte público es y será el lastre que marca la existencia de los bogotanos, además de ser uno de los desastrosos recuerdos que se llevan algunos de nuestros invitados internacionales. Hace algunos años, sonó una canción que decía que para conocer al pueblo colombiano solo había que abordar un bus de servicio urbano; me viene a la cabeza otra en la que se narraba el secuestro de Dios en Bogotá, no logro recordar la totalidad de la letra, pero estoy seguro de que en el rapto del todopoderoso estaba involucrado nuestro servicio público de transporte.

Personalmente creo que esas canciones y todas las manifestaciones que buscan representar nuestra identidad ligada a un bus, se quedan cortas (recordemos que las Chivas y los Willys son símbolo de “Colombianidad”). Es más, estoy convencido de que en el caso de los bogotanos, el bus se está conviviendo en una reproducción de nuestra propia vida: los momentos previos al viaje son similares a los meses en el vientre de la madre, todo es comodidad e inocencia y se desconoce a la crueldad del mundo al que nos van a arrojar; de repente estamos metidos en la gran urbe y la necesidad de movilizarnos ataca, es ahí donde empiezan nuestros sufrimientos: el ser fresco, recién levantado, descansado, bañado y desayunado es sometido a las inclemencias del transporte. El precio que hay que pagar es superior a los mil o mil trescientos pesos, como todos erróneamente creen.

La odisea comienza cuando se intenta detener el bus, este paso aparentemente no tiene tanto inconveniente, pues para los conductores entre más almas apelmacen, mayor es la ganancia, pero luego de la subida, empieza la tortura. Primero se cancela el pasaje y se pasa la registradora, luego de este rito de iniciación es imposible retroceder, sentenciados por el letrero “La Salida es por Atrás” y si algo nos ha enseñado la vida es que todo lo que sale por atrás, sale vuelto mier…..prosigamos. Al igual que en la vida, la lucha para poder ubicarse comienza desde nuestro arribo, todo el viaje es una refriega en la que en muy pocas ocasiones se logra estar a gusto. La búsqueda de puesto es idéntica a la del mercado laboral, cuando se está a punto de conseguir uno “zas”, algún recién aparecido obtiene la anhelada plaza. Esto limita nuestras posibilidades a la aspiración más modesta de un puesto en la parte de atrás, lo malo es que generalmente tiene áreas tan restringidas que ni un contorsionista es capaz de acoplarse.

Dejando a un lado las incomodidades de hacerse a un lugar, hay que lidiar con las agresiones a todos y cada uno de nuestros cinco sentidos. El oído es uno de los más perjudicados, afrentado constantemente por las estruendosas emisoras Candela o Rumba estéreo y en ocasiones por escalofriantes presentaciones en vivo y en directo; de la mano de la agresión auditiva está la agresión al tacto, es que los pasajeros que llegan o abandonan el vehiculo se desplazan de una manera tan cercana que es posible sentir cada una de sus vértebras, obviamente en este aspecto, las mujeres suelen salir más afectadas, ya que esta situación es aprovechada por uno que otro degenerado, alentado por las letras morbosas del reggaeton que el radio mal sintonizado, reproduce a todo volumen.

Otro sentido que suele salir duramente afectado es el olfato, el cual tiene que aguantar las consecuencias que produce el consumo de algunos alimentos criollos como la changua, el calentao o los huevos pericos en los momentos previos al estrujón urbano. Algunas veces los olores vienen de hidrocarburos necesarios para el funcionamiento del vehiculo, y otras (las peores sin lugar a dudas), provienen de las glándulas sudoríparas de algunos pasajeros, quienes ante la necesidad de agarrarse, extienden sus extremidades superiores impregnando el ambiente con la popular “chucha cebollera”

Para rematar hay que sumar las presiones sicológicas por parte de algunos individuos que atentan contra la salud mental de los pasajeros; en primer lugar están los que piden plata exhibiendo alguna tragedia, restregándonos lo cerca que estamos de la pobreza o la enfermedad, y por si fuera poco, no olvidemos a los sujetos que bloquean la salida desde que se suben para que el bus no los pase del destino y que no permiten a ninguna otra persona bajarse antes que ellos.

Luego de todas estas penurias, el viaje concluye y seres transformados por las duras circunstancias, abandonan el vehiculo, en ocasiones muchas calles después de donde debería terminar. Llevan la ropa totalmente arrugada, una mancha negra en las manos y algunos males corporales como jaqueca, mareo, irritación en los pies (por acción de los pisones) y en el vientre (producto de la acción de maletas, paraguas, codos, rodillas y un sin fin de armas no convencionales). La sensación que queda de este ingrato viaje, es similar a la de terminar el día, con el agravante que éste hasta ahora empieza, falta la jornada de trabajo o de estudio y lo más terrible, otro recorrido en bus para poder retornar al hogar. Siempre aferrados a la esperanza de que todo cambiará y que llegará el día en que podamos recorrer nuestro sendero en condiciones menos apretadas e indignas, mientras tanto hay que seguirla luchando a codo limpio (literalmente), y hacerle, sin importar si toca subirse por detrás.

DON BETO

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