*Por Alejandro Rodriguez Llach
La semana pasada, Laura Spinney y Maria Mazzucato publicaron en ‘The Guardian’ un par de columnas de opinión fascinantes sobre cómo el coronavirus cambiará el mundo en términos políticos, económicos y culturales. En ambos textos se plantea la idea de un punto de inflexión que tendrá repercusiones profundas en nuestra percepción sobre el capitalismo contemporáneo y en nuestros estilos de vida.
Estos dos escritos me motivaron a pensar en algunas reflexiones para Colombia y, jugando al esoterismo, a divisar algunas de las principales consecuencias políticas y económicas que quedarán una vez haya pasado la pandemia.
La principal reflexión que se destila de este análisis está asociada con el rol y la fortaleza del Estado colombiano.
En las últimas décadas, en Colombia hemos venido presenciando una reducción del tamaño y fortaleza del Estado. Guiados por una narrativa neoliberal[1] que viene desde los años 80, se han drenado sus recursos de manera sistemática y se ha consolidado exitosamente la idea de una intervención mínima y limitada de este. Esta idea ha convivido, contradictoriamente, con el pacto social que acordamos en la Constitución del 91, y más recientemente con el Acuerdo Final de Paz, en donde se pensó en un Estado amplio y fuerte capaz de corregir muchas de nuestras injusticias y desigualdades históricas.
Una sola gráfica permite ilustrar lo anterior. El recaudo tributario como proporción del PIB, el cual refleja la cantidad de recursos públicos con los que cuenta un Estado, muestra en Colombia una reducción paulatina pero sistemática en los últimos 10 años. Las últimas reformas tributarias se han concentrado más en aumentar el recaudo en el corto plazo que en corregir los errores estructurales de nuestro sistema de impuestos para aumentar la financiación del Estado en el largo plazo. Al compararnos con la región, no solo vemos que tenemos menos recursos que el promedio de países de América Latina y el Caribe, sino que vamos en dirección contraria a la tendencia latinoamericana.
Pero esta pandemia nos ha mostrado los costos y riesgos de no tener un Estado fuerte y preparado.
Por ejemplo, nuestro sistema de salud, aunque ha mejorado considerablemente en cobertura y gasto de bolsillo de los hogares, aún muestra un rezago importante en capacidad instalada hospitalaria y personal médico, principalmente producto de la asignación insuficiente de recursos públicos a la salud. Esto nos deja en un escenario muy complicado en estos momentos para atender una potencial crisis de salud pública originada por el virus.
Hoy en día, por ejemplo, las pocas camas hospitalarias disponibles en las zonas rurales están siendo utilizadas casi en su totalidad para atender otras enfermedades, como el dengue. Con un promedio de 1,7 camas hospitalarias por cada 1.000 habitantes a nivel nacional, un pico de casos severos de coronavirus, que se estiman en algo más de 550.000 casos, sería desastroso.
Por otro lado, las decisiones tomadas por el Gobierno en la última reforma tributaria han dejado al Estado sin los recursos públicos necesarios para asegurar el mínimo vital de millones de hogares que dependen de la economía informal y que tienen un gran riesgo de quedarse sin ingresos durante el periodo de la cuarentena impuesta desde el pasado 25 de marzo. Si bien el Gobierno ha tomado acciones en la dirección correcta al crear una política transitoria de transferencias no condicionadas para asistir a estos hogares, los exiguos recursos con los que cuenta hacen que estas acciones se queden cortas en magnitud, en cobertura y que no sean fiscalmente sostenibles en el tiempo. ¡Y tiempo es lo que necesitamos para poder prepararnos y aplanar la curva en el futuro!
La consecuencia de un Estado raquítico, entonces, es que los hogares más vulnerables del país (el 70 % de la población colombiana) vayan a tener que enfrentarse con la decisión de salir a trabajar y exponerse a un contagio o la de quedarse en casa sin seguridad alimentaria ni seguridad en sus ingresos para suplir sus necesidades básicas.
Aunado a lo anterior, sin un Estado robusto es muy difícil mitigar los impactos que la pandemia y las medidas de distanciamiento social tienen sobre la economía. Es claro que se necesitan intervenciones del Estado para alivianar los choques a la demanda y oferta agregada; pero sin recursos suficientes este reto es mucho más complejo de asumir.
Así pues, la crisis por la que hoy atraviesa el mundo nos ha mostrado el valor intrínseco del Estado. En una era dominada por el mercado, el Estado es crucial para invertir en áreas de interés público en donde los mercados no funcionan correctamente, ya sea porque no hay incentivos para invertir al no lograr capturar todos los beneficios (p.ej. el caso de los bienes públicos) o porque la distribución de recursos es insuficiente para asegurar el goce efectivo de derechos de la población (el caso de bienes meritorios como la salud, la educación, alimentación). En cualquiera de los dos casos, los resultados que se derivan del mercado son desiguales e injustos. Un Estado fuerte entonces llega a impartir la justicia que los mercados muchas veces carecen.
Hoy hay más dudas que certezas sobre los impactos que vaya a tener la pandemia en el país y las enseñanzas que nos va a dejar. Quisiera creer que una sea la de concebir el Estado de una manera distinta. Un Estado garante de los derechos humanos de su población. Espero que tengamos la capacidad como sociedad de exigirle a nuestros gobernantes que tomen el rumbo para que así sea.
* Economista e investigador del Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad – Dejusticia
[1] Si bien el neoliberalismo es un término amplio que ha mutado con el paso del tiempo y en el que pueden caber muchas definiciones, aquí se entiende como la corriente ideológica en la que se propugna por un Estado reducido, con intervención limitada en los mercados y en la provisión de bienes y servicios.
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