Ya era viernes y parecía que se iba invicto esa semana. Desde que había retomado la bicicleta como medio de transporte, de eso haría unos dos meses, no había pasado semana en que no se hubiera pinchado al menos una vez, llegando a pincharse hasta tres veces en ese lapso de tiempo.
Había tenido suerte, o más bien, mucho cuidado para no hacer pasar la bicicleta por terrenos irregulares, piedras, huecos o altibajos que hubieran hecho explotar alguna de las ruedas de forma instantánea. Una empresa difícil teniendo en cuenta el pésimo estado de la mayoría de la cicloruta por donde transitaba de forma regular (aunque paradójicamente escuchó por esos días una propaganda de televisión en un canal internacional que decía que Bogotá tenía el mejor y más largo tramo de cicloruta de América; no pudo imaginarse entonces el terrible estado de las ciclorutas de los otros países si eso era cierto), por lo deteriorado de sus corazas que ya pedían cambio y por lo delgado de sus ruedas, ruedas de bicicleta de pista.
Pero ya eran más de las 11 de la noche y vigilar la carretera por donde transitaba para no caer en ningún bache, se convirtió en una tarea imposible. Bajaba a gran velocidad el puente de la calle 13 que conecta con la Avenida de las Américas y justo al lado de él escuchó el ruido típico de un carro muy grande, un camión, que pasaba muy cerca y que lo hizo voltear a revisar la distancia que llevaba de él y justo cuando volvía a poner su vista al frente, sintió cómo la rueda delantera pasaba por encima de un hueco mediano que producía el inmediato estallido de la manguera, dejándolo a mitad de la noche, con una rueda pinchada, aún lejos de casa, sin equipo para despinchar, y, tal y como recordaba en ese preciso momento, sin dinero en efectivo para pagar por un posible desvare.
Una sensación de incredulidad y resignación se apoderaron de él por un momento ¿Qué podía hacer ahora? En el día habría continuado a pie sin ningún problema, pero a esa hora de la noche, era dar mucha ventaja a los amigos de lo ajeno, teniendo en cuenta el recorrido que aún le hacía falta para llegar a destino. No tuvo mucho tiempo para seguir pensando en estas cosas cuando vio que un poco más adelante, justo debajo del puente había un hombre con una bicicleta que empacaba algunas cosas que recogía del suelo.
Cuando estuvo cerca, dudó si hablarle o si no y por un instante tuvo la intención de seguir derecho. Parecía un hombre mayor y estaba vestido de forma poco decorosa. Estaba agachado y al estar frente a él, tuvo la impresión de que era un habitante de calle escarbando dentro de la basura. Sin embargo, lo saludó. Todas las dudas se despejaron cuando el hombre, que llevaba varios abrigos puestos y una capucha sobre su cabeza, se incorporó y devolvió el saludo. Para su tranquilidad, era una persona de esas que improvisan un pequeño taller callejero para bicicletas debajo de algún puente, por donde transitan habitualmente muchos ciclistas, oficio que hoy por hoy tiene mucho auge en Bogotá por el incremento en el uso de este amigable medio de transporte.
El haber encontrado un taller callejero de bicicletas era ya casi un milagro, pero hacía falta mucho para que la historia tuviera un final feliz. El hombre ya había empacado y se disponía a partir, el neumático, según le dijo, lo más posible era que estuviera estallado y no hubiera forma de repararlo, y para colmo de males, no llevaba dinero en efectivo, luego el trabajo lo tenía que hacer gratis, bajo promesa de pago al siguiente día sin falta alguna. Después de insistir y decir las cosas que siempre se dicen en momentos como esos, el hombre accedió, no obstante, tuvo que dejarle su cédula como garantía de pago.
En medio de esta situación, adversa por demás, ambos comienzan a conversar y muy despacio, casi sin darse cuenta, él va ingresando en todo lo que el mecánico de bicicletas callejero le va contando, casi como si se conocieran de hace muchos años.
Era cotero hasta hace poco, oficio que tuvo que dejar por molestias físicas, vive por allá en un lugar que se llama Guadalupe, que queda en una montaña detrás de Monserrate, trabaja todos los días debajo de ese puente a partir de las 6:00 pm y se va a casa sobre la media noche, dependiendo del movimiento. Le cuenta que irse en bicicleta por las frías y hostiles calles de Bogotá casi a la madrugada no es nada divertido, pero que le toca, no hay de otra, hay que trabajar de la forma que sea. Le explica lo difícil que es pasar todos los días por la Sexta, lugar que está atestado de habitantes de calle después de que la administración desalojó el Bronx.
En medio del relato, se da cuenta que posiblemente, el buen hombre ya terminó hace rato el trabajo, la bicicleta ya está lista, la rueda inflada, él la sostiene y sigue escuchando y haciendo ocasionales preguntas sobre temas que le llaman la atención de las historias que escucha. Es casi media noche y no tiene frío, no tiene afán, no está preocupado, está tranquilo. Sigue escuchando y conversando con su ocasional compañero nocturno y mira hacia un lado, la calle 13 en ese punto tiene un semáforo que ahora mismo está en rojo, hay unos 4 carros esperando, en fila, juiciosos, resignados, tranquilos también, conformes con su lugar en la noche. Mira más hacia arriba, el cielo tiene algunas nubes, pero en su mayoría está despejado, se ve la luna, más tranquila que todos los demás, la percibe protectora, maternal, vigilante, cómplice, culpable…
Y de repente su cabeza se llena de una sensación muy agradable. En medio de una ciudad que a juzgar por lo que oye todo el tiempo en noticias es implacable y hostil, en medio de la fría noche capitalina, llena de peligros, en donde pasan las peores cosas conocidas, y las que no se llegan a conocer, ahí justo al filo de la media noche en una intersección de avenidas gigantescas y abiertas a la incertidumbre, con el agravante de estar en bicicleta y haber pinchado sin tener ni siquiera dinero para pagar por un desvare; hay espacio para que converjan un par de desconocidos, el uno con una necesidad apremiante y el otro con la solución ya guardada en la maleta, para que hablen cada uno de sus historias y cuenten de alguna manera qué los llevó a coincidir en ese punto, identificándose y reconociéndose iguales al fin en ese camino de continuar con la vida, de seguir hacia adelante, de oponerse a las circunstancias, de buscar un mejor mañana, de hacerle pistola a las adversidades y continuar siendo parte de esto, lo que quiera que sea esto…
Se despide con un apretón de manos, se sube en su bicicleta y toma de nuevo Las Américas, con una sensación de esperanza recorriéndole todo el cuerpo.
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