Vi por estos días en alguna red social una publicación sobre el pésimo manejo que le damos al tiempo las personas en promedio. La publicación hacía el recuento diario de las horas que se utilizaban para los distintos quehaceres: levantarse, organizarse, ir al trabajo, volver, realizar algunas tareas domésticas e ir a dormir. Recalcaban que muchas personas acusan tener poco tiempo para descansar y recuperarse, poco tiempo de esparcimiento y permanecer con mucho sueño durante el día.
La reflexión consiste en revisar cuánto tiempo se le dedica a cada tarea y es ahí donde viene la diferencia entre los dos ejemplos de rutina que presenta el ejercicio. El primer cuadro, que me imagino es el más habitual, a juzgar por la cantidad de personas que uno se encuentra en las labores diarias y que se quejan de su estado de salud y demás, muestra a un trabajador de lo más normal que llega hacia el final del día a su casa y que, cansado del estrés producido por su trabajo y además por el terrible tráfico de las calles de la ciudad, se sirve algo de comer, abundante y poco sano por lo regular, y se entrega en cuerpo y alma a “disfrutar” de unas dos, tres o cuatro horas del provechoso entretenimiento que le ofrece su televisor; luego de esto es habitual que pase otro buen rato frente a la pantalla de su teléfono móvil. Desde luego esta rutina tan normal entre nosotros, pero tan dañina, trae un sinnúmero de consecuencias perjudiciales para la salud.
Le presto atención a esta reflexión porque es una realidad que los pequeños hábitos que se adquieren, por sencillos que sean, son los que marcan la pauta en la vida de todas las personas. Se podría pensar que las grandes cosas son las que definen la existencia: adquirir grandes pertenencias como la casa, el carro o un negocio, casarse, el viaje de la vida, el logro más importante, etc. Pero analizando más profundamente se llega a la conclusión que la repetición de buenas costumbres diarias y sencillas terminan por determinar la calidad de vida y por ende la tan anhelada felicidad que, al parecer, al grueso de la población le es tan esquiva y escurridiza.
Bien decía algún conferencista que escuché por estos días que no es rico quien más tiene si no quien menos necesita y creo que tiene mucho sentido, no creo que sea inteligente encapsular el término felicidad en un escenario tan efímero como el dinero. Porque si fuera eso correcto, por qué multimillonarios terminan quitándose la vida con graves casos de depresión.
Es por eso que creo posible ese mundo en donde hay personas que, aunque sin muchos recursos, logran darle el valor (no el precio) a las situaciones sencillas de la vida y con muy poco, acaso ejecutando a cabalidad el sentido profundo del minimalismo, logran extraer oro, de momentos, personas y lugares que en principio no parecían significar mucho.
Con algunos de estos pensamientos rondando en mi cabeza, me encontré por estos días encerrado en mi rutina enfermiza de levantarme, arreglarme, salir al tráfico, estresarme todo el día en el trabajo, ir de vuelta al tráfico, llegar a casa con dolor de cabeza, ardor de esófago, hambre, sueño, intentar dormir un poco y comenzar el círculo de nuevo.
Llevo poco trabajando donde estoy, pero la rutina ya ha surtido efecto de manera poderosa tanto en la parte física como en la mental. Pagué el gimnasio para ir dos o tres días nada más, como todos. Hasta que un día de manera casual vi en el patio un elemento que había olvidado por completo: mi bicicleta. Era mi medio de transporte hace poco y no recordaba lo mucho que me gustaba pasear en ella. Me decidí, al siguiente día llegué del trabajo, me puse ropa cómoda, me ajusté los audífonos y el casco y salí a montar por Bogotá sin importar el cansancio y el estrés.
Los beneficios fueron inmediatos, no solo los propios del ejercicio sino la tranquilidad de despejar la mente mientras pedaleaba por las calles frías de la capital que se van desocupando a esa hora de la noche. No recordaba cuán feliz me hacía este acto tan sencillo, cuanta paz proporciona ir rodando sin más afán de sudar un poco por esas avenidas anchas que van dando lugar a edificios imponentes iluminados a toda su capacidad para recibir la oscuridad de la noche, mientras hileras de carros decoran las calles, inmersos en esos ríos de latas, llantas y luces en que se convierten las avenidas en hora pico.
Y de repente se me ocurre que la felicidad puede ser eso que pasa frente a nosotros todos los días en forma de pequeños sucesos sencillos, de momentos aparentemente rutinarios y efímeros que nos arrancan una sonrisa o un suspiro, que nos llenan al menos por un instante un espacio que ignoramos permanece vacío en nuestro interior y que, por lo regular, no le prestamos la atención bebida por estar ocupados estresándonos con los problemas, con las cosas “importantes”, por estar inmersos en este ritmo desenfrenado y enfermizo del día a día.
Tal vez no sea necesario que haya un cambio profundo en la rutina, tal vez no suceda el gran milagro que constantemente estamos esperando, de repente al retomar algún hábito perdido por sencillo que sea, al experimentar de nuevo sensaciones que en el pasado nos hicieron bien, de pronto por ahí esté el camino a la felicidad. ¿Por qué no?
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