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En Colombia se trabaja mucho, más que en cualquier país perteneciente a la Organización para el Desarrollo y la Cooperación Económica (OCDE), organismo internacional al que el país aspira entrar desde hace rato. Según estadísticas recientes publicadas por esta organización, el colombiano promedio trabaja al año un total de 2496 horas, es decir, 10,4 horas al día, una cifra muy lejana al promedio de horas que se trabajan en países desarrollados, que llegan a las 1755 horas al año, unas 7,3 horas al día. Si a eso le sumamos los tiempos de desplazamiento, que en Bogotá son altísimos también, tenemos que estamos gastando, literalmente, media vida trabajando.

Si comparamos estos datos con el nivel educativo de los colombianos, que según las pruebas Pisa se ubica en las últimas posiciones, tal vez podamos entender por qué tenemos tan arraigadas ideas mandadas a recoger en otras latitudes, como que ser productivo es estar ocupado todo el día, que al empleado hay que presionarlo para que cumpla con sus metas o que el valor del trabajador se mide por su rendimiento y no por sus capacidades.

¿Y qué pasa con la vida en familia, qué pasa con el ocio, tan importante para el desarrollo personal? Pues en Colombia, pese a ser el país con mayor número de festivos del mundo, el ocio casi no existe; apenas hay tiempo para seguirle la pista a los niños, comer algo y acostarse a dormir. Y cuando hay tiempo no hay plata para ir a cine ni para comprar libros, que están carísimos. El 50% de los colombianos trabajadores ganan menos de un millón de pesos y con ese dinero no hay manera de pensar en diversión.

Entonces para muchos no hay otra opción que trabajar toda la vida ganándose apenas lo suficiente para subsistir y, en esta dinámica, confunden el significado de su existencia, cualquiera que sea, con la dedicación de toda una vida a cumplir los objetivos de una empresa, o como dicen en Facebook, confunden la idea de “trabajar para vivir” con la de “vivir para trabajar”.

Engels escribió un libro célebre llamado “El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre” en el que explicaba la importancia del trabajo en el proceso de evolución humana; hoy en día estamos viviendo el proceso inverso, el trabajo nos está convirtiendo en individuos desprovistos de sentido crítico, que hacen una y otra vez la misma tarea a cambio de un premio que apenas alcanza para satisfacer el hambre. Estamos en mora de escribir un libro que se llame “El papel del trabajo en la transformación del hombre en mono” con un epígrafe de Kafka, que hace un siglo exploró lo absurdo que resulta todo este sistema en el que estamos montados, sistema del que a veces ni siquiera somos conscientes.

Yo creo que no hay proyecto distinto en la vida que ser feliz y para ser felices necesitamos tener tiempo para nosotros mismos, tiempo libre de preocupaciones, de informes, de reuniones. No me gusta llevar al extremo aquella frase de que el trabajo dignifica y pienso, desde mi ignorancia administrativa, que las empresas colombianas deberían seguir el ejemplo de algunas extranjeras y esmerarse por hacer felices a sus empleados en lugar de explotarlos, como pasa tan a menudo. Claro está que es una idea ingenua y utópica, ya que nuestro país sigue siendo en muchos aspectos una sociedad feudal.

Pienso que hay que darle valor al ocio. Estoy convencido de que la construcción de conocimiento, la autocrítica y el ejercicio responsable de la ciudadanía necesitan de altas dosis de tiempo libre para que puedan florecer. Ni hablar del desarrollo de la creatividad que, a fin de cuentas, es la que nos va a permitir salir del hoyo en el que nos encontramos. Qué bonito sería que el empleado promedio tuviera tiempo para perder, que pudiera reflexionar sobre su papel en el mundo, que pudiera escribir, pintar, dibujar, hacer pausas activas de más de cinco minutos que sean intelectualmente enriquecedoras, tal vez así podría comprender que más allá del trabajo hay un proyecto personal que no ha germinado, un talento que no ha sido cultivado, unos sueños que se han vendido por muy poco a una empresa que ni siquiera lo agradece.   

Así que, mientras las empresas colombianas empiezan a pensar en la felicidad de sus empleados -si es que acaso desean tomar ese riesgo-, bien podríamos buscarla nosotros solitos como individuos, abriendo espacios de nuestra apretada rutina para ser felices, leyendo un libro en el bus, por ejemplo, apagando el televisor de vez en cuando, cocinando en familia cuando se pueda, poniendo en duda nuestras certezas, aterrizando ideas para independizarnos, saliendo de nuestra zona de confort… Pensemos en los griegos antiguos, ellos conocían el valor del ocio y ya sabemos lo que hicieron; los colombianos, en cambio, sentimos que el ocio es sinónimo de flojera e irresponsabilidad, y ya nos vamos dando cuenta cómo es que nos va.

Twitter: @andresburgosb

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