Cuando tenía cinco años siempre le amargaba los paseos a mis padres; le tenía pánico a meterme en el mar, a una piscina o un río. Era de los que ni por equivocación me mojaba los pies en la orilla de alguno de estos sitios. Mi madrina sabiamente convenció a mis padres para que me inscribieran a cursos de natación, patrocinando además esa iniciativa, nacida de los constantes berrinches que yo hacía en cada salida a «tierra caliente».
El comienzo fue difícil, los nervios me ganaban por lo cual no disfrutaba el aprendizaje. En el primer curso de «adaptación», los primeros días el instructor se metía al agua acompañando a todos los párvulos para tratar de que perdiéramos el temor y nos cogiéramos confianza. Realizaban ejercicios siempre en lo pandito; pero al sexto día llegaba la prueba reina, que no era otra que lanzarnos en la parte más profunda de la piscina, badear 20 metros, ponerse de espalda y patalear hasta la orilla para superar satisfactoriamente el examen. Un instructor nos esperaba dentro de la piscina por si la vaina no salía bien y los alumnos tragábamos agua; otro profesor se ubicaba en la orilla de la piscina con un palo para que nos agarráramos en caso de sentir que nos estábamos hundiendo. Pero ni siquiera todas esas precauciones me generaban confianza y seguridad, por lo que empecé a ceder el turno. Iba constantemente al baño para evadir mi lanzamiento a aguas profundas, hasta que me pillaron y me sacaron de los vestieres como gato patas arriba mientras se acercaban de nuevo a la piscina. Volé por los aires hasta que caí a lo más profundo del estanque, y mi instinto de supervivencia hizo que empezara a bracear hacía la superficie. Como dicen los periodistas, «se vivieron momentos de pánico» hasta que pude salir a respirar; desde ese «trágico» momento fui imparable y no me detuve hasta alcanzar la orilla.
El primer curso tuve que repetirlo hasta perder totalmente el miedo al agua, pero de ahí en adelante se inició un bonito proceso en el que, a medida que superaba los cursos y aprendía estilos nuevos como crol, pecho, espalda, lado y mariposa (el más exigente), me convertía en un nadador profesional siendo el orgullo de mis padres. Atrás habían quedado los lloriqueos, escenas de miedo y todo lo que hacía en los paseos familiares. Fue sin duda una acertada decisión la cual agradezco eternamente. Cuando cumplí la mayoría de edad volví para hacer el curso básico de salvamento acuático pues me interesaba hacer algo más en caso de una emergencia para ayudar a otros. Hoy en día muchos me subestiman por mi físico, pero lo que no saben es que soy como un caimán… ¡lento en tierra, pero veloz en el agua!
Cuento mi experiencia porque con la tragedia ocurrida en Guatapé toma importancia el hecho de saber nadar. Aconsejo a todos los padres que pongan a sus hijos en clases de natación; entre más pequeños mejor, pues el aprendizaje se facilita más. En mi caso, tuve la fortuna de que mis padres escogieron el mejor sitio para tal fin. Les hablo del Centro de salvamento Acuático de la Cruz Roja Colombiana ubicado en la cra 60 #63-81, muy cerca del Museo de los niños. Pero en cualquier ciudad del país las cajas de compensación ofrecen este servicio para niños y adultos. Si no aprendieron a temprana edad no importa, igual lo pueden hacer estando ya ‘creciditos’. Se demora un poco más el proceso pero seguro pierden el miedo.
Nadar es una de las actividades que todo ser humano debería saber hacer, se pueden salvar vidas… empezando por la propia.
cierto
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