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«El que esté libre de pecado, que tire la primera empanada». Esa parece ser la consigna de nosotros los colombianos, que en alguna ocasión hemos comprado algo a los vendedores ambulantes de las diferentes ciudades en las que vivimos. Y es que el vendedor callejero nos genera solidaridad porque siempre creemos que son personas vulnerables, pobres y que apenas si pueden cuadrar un mínimo mensual.

Con las noticias recientes en donde se han hecho operativos contra estas personas y hasta se le han aplicado comparendos a quienes compren en la calle, se ha generado una polémica sobre si se debe perseguir o no a los que hacen uso indebido del espacio público en Bogotá, por cuenta del nuevo código de policía. El tema ha dado para que en redes se den toda clase de opiniones, se hayan inundado de memes, le hayan pagado la multa a un infractor que se arriesgó a comer en la calle y hasta estén organizando «empanadatones».
Todo este preámbulo para ambientarlos sobre una historia que les voy a contar a continuación y que surgió de una charla con uno de esos miles de vendedores callejeros que vemos a diario cuando vamos a trabajar.

En mis épocas de taxista estaba deambulando por el sector del Centro Internacional cuando de pronto vi un tumulto de gente agolpada alrededor de unas neveras de icopor. Hombres de corbata, mujeres entaconadas, mensajeros y diferentes bogotanos que pasaban por el sector. Cuando me acerqué, un hombre de unos 60 años aproximadamente acompañado de dos ayudantes repartían empanadas a sus clientes con gran agilidad. Variedad de salsas, ají, limón y guacamole hacían parte de los acompañamientos ofrecidos por el dueño del negocio ambulante. Pedí una de pollo, queso y champiñones; luego una ranchera y por último una de carne desmechada y papa. Ahí entendí el éxito del señor, pues tenía unos productos de excelente calidad, no tan económicos pero sí muy bien presentados. Cuando se desocupó el lugar, me puse a preguntarle al hombre cuántas empanadas se vendía al día y él se me acercó como queriéndome contar un secreto. La cifra pasaba de tres mil diarias en horario de 5:30am a 12m. No se si fue porque me vio en el taxi y tal vez pensó que yo no le iba a montar competencia, pero me dio más datos sobre el negocio que me dejaron impresionado.

Sacando lo de los insumos, a cada empanada le ganaba el 150%. Todo lo compraba al por mayor en una plaza de mercado y era toda una empresa familiar en la que trabajaban su esposa y unas cuñadas. Él madrugaba a vender mientras que las mujeres trabajaban en la producción en su casa al sur de Bogotá. En esas estábamos charlando cuando de una lujosa camioneta se bajaron dos personas con neveras de icopor a reabastecerle el negocio, pues las empanadas se estaban agotando.

«Haciendo cuentas alegres, hermano, me quedan así, a ojo de buen cubero, unos seis palos libres», me dijo. ¿Seis millones mensuales? Pregunté. No señor, semanales. Sorprendido y abriendo tamaños ojos le reproché por que eso no se debía estar contando a los 4 vientos en un país tan inseguro. 24 millones de pesos libres trabajando de lunes a viernes en ese y otras dos esquinas de Bogotá. No soy envidioso, además merece todo el éxito porque sus empanadas son de ataque… pero ¿y el que paga un local, servicios e impuestos qué? ¿por qué no pasar de la informalidad a hacer crecer el negocio de manera legal? ¡Porque a este tipo de personas le conviene la informalidad! no sería tan exitoso si sus ventas no son en la calle. No están acostumbrados a eso y no están dispuestos a aceptar una reubicación, ni las opciones que les ofrece la alcaldía pues se les bajarían las ventas.

Como este «pobre viejecito» existen muchos más empresarios de las ventas ambulantes que ganan más que usted y yo, apreciado lector. Basta ver como en zonas de oficina a las 5am un camión descarga en cada esquina un bulto de naranjas para cada puesto o chaza ubicada en los andenes de la ciudad. También hay una marca reconocida de hamburguesas que vende franquicias callejeras a catorce millones de pesos y que obliga al que la obtiene a comprarle todos los insumos a ellos. En resumidas cuentas, hay todos unos carteles de las ventas ambulantes en Bogotá y casi todas las ciudades; a esos es a quienes la ley les debe caer con toda pues están invadiendo el espacio público y perjudicando al que pone un negocio y hace las cosas de manera correcta.

PD: Tengo una buena amiga que tiene un puestico a las afueras de Bogotá, que es una dura, que madruga, que mantiene ella sola una familia y que no merece ser perseguida. Ella sí piensa en crecer y en salir de la venta callejera en algún momento. Con ella también me siento a hablar mientras le compro un tinto y una empanada. Una vez se le aguaron los ojos cuando le pregunté cuál era su sueño, y me contestó que conocer el mar en compañía de su mamá y su hijo. ¡Y yo le voy a cumplir ese sueño! pero esa es otra historia que les contaré después…

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