Para los escritores, la vida real no es suficiente y por eso se inventan otra, mejor, peor, más intensa, más aburrida o calmada, pero al fin y al cabo otra, otra con la que se sienten un poco más identificados.
El escritor Arturo Pérez Reverte agotado de lo que tenía a su alrededor decía que escribía novelas para recrear una vida a su manera. Por eso cuando los lectores se acercan a su obra encuentran una vida con su talla, una talla de amor, desesperación y aventura.
Por su parte la novelista Ana María Matute opinaba que escribir es siempre protestar, aunque sea de uno mismo. Escribir es un pliego de peticiones con los reglones de lo que no somos. De manera que el agobio no es producido solamente por lo que hay alrededor, en el afuera, como opinaba Pérez Reverte, sino también por la angustia de las propias vísceras. Paul Auster sumaba al tema cuando describía a los escritores como seres heridos y por eso creaban otra realidad. Y parece cierto. Heridos por lo que hay afuera, heridos por lo que tienen adentro.
Resumiendo, para los escritores, la vida real no es suficiente y por eso se inventan otra, mejor, peor, más intensa, más aburrida o calmada, pero al fin y al cabo otra, otra con la que se sienten un poco más identificados. Quien esté feliz con su mundo, no escribe, simplemente vive. José Saramago decía que el insumo de los escritores es la infelicidad del mundo, y que en un mundo feliz, él por ejemplo, no sería escritor.
Con respecto al tema, Gonzalo Arango escribió que los artistas deberían alimentar un infierno interior, pero ojo, y acá viene el diamante de la espada, decía Arango que este infierno multicolor debería alimentarse por pura decencia estética…, pura decencia estética, es decir por conservar el recato del arte, un recato que también es impúdico, frívolo, incluso indecente desde que sea bello o, al menos conmovedor. Ya lo decía también Oscar Wilde: La moralidad es simplemente una actitud que adoptamos hacia las personas que personalmente no nos gustan. Vuelvo con Arango y su decencia estética, ese infierno interior, y cada cual verá qué significan las lenguas rojas de las llamas, alimentar el infierno para mantener la compostura y la dignidad de la belleza.
Y tal vez para eso se viene a un taller de escritura, tal vez. Para alimentar el fuego interior, así esto suene exagerado y algo sentido. Pero siempre he creído que los talleres de escritura serios no se hicieron para que la gente vaya a escribir.
Cuando se asiste a un taller de escritura, más que a bocetar ideas y primeros borradores, uno va al encuentro de los amigos, a la convergencia, a la magia del saludo, el abrazo, el tinto, a la tertulia, uno va a un taller de escritores para encontrarse con amigos, con la familia que uno elige a voluntad, personas que comparten tus obsesiones y tus miedos, tus lecturas, tu música, tus historias y sensaciones, la inconformidad o la felicidad, al taller de escritores vas al encuentro de tu raza. Henry Miller decía que la mayor parte de la escritura se hace lejos de la máquina de escribir.
Esta es la razón por la que los talleres de escritura podrían llamarse laboratorios de conciencia, porque con la escritura y la lectura, con lo que conversamos, con lo que callamos, nos damos cuenta del mundo que nos rodea, del mundo que carecemos, del mundo que sentimos y el que soñamos.
La escritura seria se hace en soledad, creo, en un lugar donde se tenga una alta dosis de introspección. Escribir es pensar más despacio, y para eso hay que estar acompañado solamente de uno mismo.
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Se asiste a un taller a simular, entrenar, recibir críticas casi siempre correctas y para tener sexo. Por eso tengo una leve inclinación por esos escritores que viven para contarlo, los que tienen experiencia de vida y tienen que contar. Conrad, Celine, Bukoski pueden ser algunos.
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