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La primera vez que vi a Álvaro Uribe fue en el pasillo del segundo piso del Palacio de Nariño, entre el Salón de Actos Protocolarios y el Despacho Presidencial. Eran, más o menos, las 8 de la mañana de algún día de mayo de 2005. Yo estaba parado allí desde las 7 a.m. y era mi primer turno como guardia de honor de la Presidencia. Mi función era tan simple como agotadora: saludar al presidente cuando bajara de la casa privada y ponerme firme cada vez que pasara por mi ubicación. Eran turnos de 3 horas en los que debía permanecer de pie sin moverme, excepto para saludar y ponerme firme, como ya dije.

Durante una condecoración con el entonces presidente Uribe y su esposa, Lina Moreno,, el 5 de junio de 2005.

Ese día él salió del ascensor caminando de afán como quien va tarde para el trabajo. Mientras se acercaba a mi puesto alcancé a repasar mentalmente el saludo y la forma de ponerme erguido. Sí, ya sé que no se necesita una maestría para eso, pero era mi primer día. Al fin y al cabo, hasta ese momento, uno no saludaba a un presidente todos los días. Cuando lo tuve a un metro de distancia seguí el protocolo: junté los pies, saqué pecho, pegué la mano izquierda –con los dedos bien rectos y unidos- a la altura del bolsillo del pantalón mientras con la derecha sujeté fuerte el mosquetón contra el costado. Días enteros de instrucción militar en el Batallón Guardia Presidencial se resumieron en ese momento.

-“Señor presidente, muy buenos días”, dije sin esperar respuesta.

-“Mi guardia, buenos días. Muchas gracias”, contestó mientras extendió la mano para saludarme. Pasaron algunas centésimas de segundo eternas mientras procesé en mi cabeza si debía o no contestar su saludo. Sobre apretón de manos no me habían entrenado y, como buen recluta, lo que mejor sabía hacer era caso. Eso se salía del protocolo. Pensé en todos los movimientos que debía ejecutar para cambiar de lado el mosquetón y dejar libre mi mano derecha. Pero, para mi fortuna, el sentido común me salvó. No iba a ser yo el primer guardia de honor de la historia en dejar con la mano extendida al presidente.

Desde ese momento empecé a ver en Álvaro Uribe a un ser humano antes que a un mandatario. Durante las ceremonias militares o condecoraciones en las que participé siempre recibí su saludo con alguna que otra pregunta sobre cómo me encontraba. Cosas elementales, pero difíciles de hallar en una persona de su cargo y responsabilidad.

De su esposa, Lina Moreno, no sólo recuerdo con gratitud cuando mandaba a preguntar cuánto tiempo llevábamos de pie (éramos varios guardias) y si ya habíamos comido sino también las innumerables veces en las que pedía que nos ofrecieran algo de tomar en la cocina que hay justo al lado de su despacho. Yo siempre elegí café.

Años después, un primo lejano, sargento segundo del Ejército, me contó una historia de cómo luego de un enfrentamiento con un grupo guerrillero el entonces presidente Uribe había llamado a la tropa para saber cómo se encontraba. Era de noche. No satisfecho con las respuestas, ya en la madrugada llegó personalmente para animarlos uno por uno. Estoy convencido de que alguien que se preocupe por sus subalternos de tal forma no puede ser una mala persona.

Sin embargo, el Uribe que veo hoy no parece el mismo de aquella época. Ocho años en el poder y otros seis pensando que aún lo tiene, rodeado de fanáticos incapaces de contradecirlo por temor o por fanatismo –precisamente- lo podrían convertir en el protagonista de la versión actual de “El cuento de los generales que se creyeron su propio cuento”, en el que Gabriel García Márquez retrató a los militares uruguayos que en los años 70 “irrumpieron contra el poder civil”.

«Es la trampa del poder absoluto. Absortos en su propio perfume, los gorilas uruguayos debieron pensar que la parálisis del terror era la paz, que los editoriales de la Prensa vendida eran la voz del pueblo y, por consiguiente, la voz de Dios, que las declaraciones públicas que ellos mismos hacían eran la verdad revelada, y que todo eso, reunido y amarrado con un lazo de seda, era de veras la democracia», escribió el premio Nobel en diciembre de 1980.

Hoy, Uribe cree que el exprocurador Alejandro Ordóñez es la voz de la conciencia colombiana, que Óscar Iván Zuluaga es un discípulo convertido en mártir, que Paloma Valencia es la representación de la nueva generación femenina, que María Fernanda Cabal es la reencarnación de la santa católica Juana de Arco o que el Centro Democrático no es un partido político ni una ideología sino una religión, su religión.

Expresidente, por favor, yo no pasé a la historia como el primer guardia de honor en negarle el saludo, y espero que usted no se quede como el primer expresidente en negarse que lo es. Es de sentido común. El Uribe que conocí era una buena persona; el que veo hoy está absorto en su propio perfume.

En Twitter: @ivagut

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