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La costumbre árabe expresada en la máxima de: «Quien se come la lengua de una cabra, tiene que interpretar una canción», la experimentó una vez un cantor italiano llamado Massimo Fusco cuando visitaba el Medio Oriente. Aunque comerse la lengua lo hizo a regañadientes, en la pieza que decidió entonar el italiano alcanzó un do de pecho que ni él mismo se lo creyó. Un sonoro aplauso retumbó en el salón donde estaba; al aplauso le siguió una atinada declaración del invitado:

«Esa no debió haber sido una cabra cualquiera»

Del banquete salió Massimo Fusco aturdido y lejos de creer lo que había realizado. Su vida como cantor (aspirante a tenor) en Italia había terminado unos meses antes de su viaje al extranjero, cuando su maestro de canto, el profesor Caruso, le dijo:

Señor Fusco, su voz jamás alcanzará un do de pecho. Dedíquese a otra cosa: usted no nació para el bel canto”.

«Lo sucedido en el banquete con los árabes fue la patraña de una necia fantasía, de esas que abundan en estas tierras del Medio Oriente», se decía Massimo Fusco camino al hotel; su corazón aún retumbaba.

En su habitación, se le ocurrió interpretar una pieza clásica: Vesti La Giubba, y probar su voz. La ejecución fue de nuevo una muestra de virtuosismo, con un do de pecho que nunca desfalleció. Con una sola toma de aire, la nota permaneció en alturas sonoras hasta ese momento desconocidas por el viajero cantor.

«El efecto de la lengua de cabra está todavía ahí», pensó, sobrecogido.

Muy a pesar de la nueva verificación, a Massimo Fusco todavía lo atormentaba la incredulidad. Solo alguien conocedor del bel canto lo podría sacar de la corrosiva duda. Cuenta esta historia que Massimo Fusco, grabadora en mano, se encerró todo un día en el cuarto de un hotel en las afueras de Marrakech, en Marruecos. Grabó: O Sole Mio, pieza clásica de gran exigencia interpretativa. Al día siguiente de la agotadora jornada, el cantor se dirigió a la oficina de correos con dos sobres que llevaban cada uno un casete. Uno iba dirigido a su antiguo profesor Doménico Caruso y el otro a un amigo conocedor del bel canto, en Milán, llamado Carlo Vitale. Ambos sobres contenían una breve carta que remataba diciendo:

¿Qué opina usted, maestro, de la interpretación que he hecho?

P.D. Respóndame, por favor, vía telegrama.

El primero en responder fue su antiguo profesor Caruso, crítico implacable de su carrera. El telegrama era directo.

Señor Fusco:

Dudo que la del casete sea su voz. Por favor, sea feliz y haga otra cosa en su vida; el bel canto no lo extraña para nada.

Doménico Caruso

El telegrama de su amigo Carlo era esperanzador y con un certero remate.

Querido Massimo:

Tu voz es irreconocible y ahora cantas como los dioses.

¡Felicitaciones! ¿Qué andas comiendo estos días?

Carlo Vitale

El origen de la cabra del banquete árabe y el poder mágico de su lengua era en este momento lo único que le inquietaba a Massimo Fusco por saber. El interés lo llevó a muchas bibliotecas en Medio Oriente, incluyendo la mítica de Alejandría en Egipto. Un día, mientras visitaba la biblioteca de Rabat, en Marruecos, el título de un libro con una modesta pasta le llamó la atención: Las Cabras Cantoras de Assaka. La obra pertenecía al género de realidad-ficción, y era de autor desconocido.

Contaba esta historia que en el pueblo de Assaka, al sur de Marruecos «Existió una especie de cabra con un balido muy especial y distintivo, que (antes que perturbar) tranquilizaba los espíritus de la gente y los cuadrúpedos. Las virtuosas tonalidades que de sus hocicos salían, cautivaban a multitudes que extasiadas las escuchaban en muda contemplación. A los primeros niños cantores de Assaka los nutrieron con la leche de las talentosas rumiantes, y cuando los niños alcanzaban su adultez, los alimentaban con las excelsas lenguas del celebrado animal. Lo anterior dio origen a camadas de eximios tenores, quienes se convirtieron en los más aclamados del mundo».

La historia de Las Cabras Cantoras de Assaka corroboraba la aseveración de Massimo Fusco:

«Esa no debió haber sido una cabra cualquiera».

El brote de virtuosismo de Massimo Fusco fue noticia de gran revuelo, y trajo al Medio Oriente cantores del resto del mundo. Todos querían probar las mieles de la increíble vivencia, por lo que lenguas de cabra atiborraron ollas y calderos en casas y restaurantes de la región. Sin embargo, en ninguno de los cantores se materializó el ansiado milagro ni tampoco en los que lo intentaron tiempo después. En una carpa árabe, aquella tarde en un banquete, Massimo Fusco tuvo la fortuna de almorzarse una lengua de cabra de la estirpe de Assaka, y luego ejecutar un formidable do de pecho. El italiano se comió la última lengua que quedaba.

Marcelino Torrecilla N

Abu Dhabi, Emiratos Árabes

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