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Se sentó al volante del taxi, extasiado, me miró por el retrovisor y exclamó: “De verdad que se siente uno alegre. Es como si le quitaran a uno de encima un pecado”. En la penumbra de la noche se le veía como cuando uno queda anonadado, cuando uno no cree lo que acaba de ver, cuando uno aún está tratando de asimilar lo que acaba de vivir.

Los dos acabábamos de ver pasar al papa Francisco por la calle 26 en su regreso de Villavicencio. Yo estaba feliz. Él, un joven taxista de 25 años de nombre Joan, estaba más que eso: feliz, extasiado, admirado, y en su alma llevaba un mensaje: el que el Sumo Pontífice había entregado ese día en la capital del Meta.

Tan grabado lo llevaba que me empezó a contar lo que había pasado. Primero, su tía en Villavicencio había logrado una perfecta imagen del Papa con su celular, cuando avanzaba en esa ciudad. Segundo, y lo que más lo apasionaba, era ese mensaje que decía que el Papa había dado en Villavicencio y que le habían enviado por WhatsApp. No quería contármelo, sino mostrármelo. Manejando con una mano y buscando el video con la otra, encontró lo que le había llegado al alma.

Joan no sabía que ese video lo filtró alguien por esa red, pero que en realidad no había sido de aquel día. En él, el Papa decía: “a cualquier persona que tenga demasiado apego por las cosas materiales o por el espejo, a quien le gusta el dinero, los banquetes exuberantes, las mansiones suntuosas, los trajes refinados, los autos de lujo, le aconsejaría que se fije qué está pasando en su corazón y rece para que Dios lo libere de estas ataduras”. Y más adelante el Papa siguió, parafraseando a José Mujica, el ejemplar expresidente de Uruguay: “el que tenga afición por todas esas cosas, por favor, que no se meta en política, que no se meta en una organización social o en un movimiento popular, porque va a hacer mucho daño a sí mismo y al prójimo y va a manchar la noble causa que enarbola”.

Todo eso lo dijo el Papa. Solo que lo hizo en noviembre de 2016, en El Vaticano, pero alguien hábilmente lo movió en Colombia en el momento de su visita, para causar otro efecto. Pero ese alguien que lo hizo no sabe lo que pasó en el corazón de Joan: a él le llegaron al alma ese día esas palabras. Y manejando su taxi me las mostró y luego me las explicó según su experiencia: “de verdad, qué hace uno buscando todos esos lujos, trabajando y trabajando toda la vida, para que cuando uno lo tenga, se muera y todo eso le quede a la hija, que de pronto se casa con un tipo que le da mala vida, se separan y él se queda luego con la mitad. De qué sirvió entonces”, se preguntaba Joan.

Y seguía buscando en su celular más mensajes. Estos sí, los que dijo el Papa en Colombia. Estaba emocionado. Pero dense cuenta cómo él seguía y seguía buscando, celebrando y abrazando mensajes, sin pensar siquiera en un partido político, en si quiere o no la paz, en si es Santos o es Uribe, en si perdimos o ganamos la guerra.

No. Joan estaba interiorizando para sí mismo el mensaje del Papa. Como lo hicieron millones de colombianos. Pero no le estaba poniendo color político.

Desde su puesto al volante del taxi, Joan nos estaba enseñando una cosa: que así los medios, muchos dirigentes y muchísimas personas estuvieran tratando de politizar la visita del Papa, al pueblo no le importaba la política.

Cada colombiano, como él, que tuvo una experiencia frente al Papa, ya sea en persona o en televisión, interiorizó su mensaje. No el que le quisieran imponer. Solo el que vivieron, sintieron, amaron, espiritualizaron y adentraron en sí mismos, para no olvidarse de ellos jamás.

En el caso de Joan el asunto tomó más fondo, porque a su fugaz encuentro con el Papa, al verlo pasar por la calle 26, lo precedieron unos hechos que unidos parecieran que se dieron con el único objetivo de que él y su pasajero pudieran encontrarse con el pontífice.

Primero, yo buscaba infructuosamente un taxi a través de una aplicación. Decidí no insistir con la aplicación, salí a la calle, dejé pasar un amarillo y le extendí la mano al segundo. Me subí y le dije al conductor, que era Joan, que tomáramos la 26 y miráramos si alcanzábamos a pasarla para tomar la Avenida de Las Américas.

Joan trató de hacerlo pero se dio cuenta de que iba sin gasolina. Me pidió que tomáramos la 26 para poder tanquear. Le dije que sí, pero cuando íbamos en el túnel a la altura del Concejo de Bogotá, se le apagó el vehículo. “Hermano, hay que mover este carro como sea porque aquí quedamos muy mal parqueados”, le dije, aludiendo a que ahí no es un sitio seguro.

No sé cómo hizo para prenderlo, pero nos alcanzó para avanzar unos 200 metros y encontrar una estación de servicio. Tanqueó con $20.000 y arrancamos, rumbo a mi barrio, pero nos dimos cuenta de que la gente estaba esperando a lado y lado de la avenida al Papa.

Joan me dijo que si nos íbamos por el lado derecho, despacito, a ver si lo podíamos ver. Le dije que sí, porque yo también tenía ganas de ver al Papa. Llamé a mi hijo Iván, quien me informó que el Papa hasta ahora estaba saliendo de Catam y por varios minutos me fue diciendo la ruta y me dio un dato clave: va por el carril izquierdo de TransMilenio.

Así se lo dije al taxista, mientras decenas de personas aguardaban en las dos aceras, y en el centro de la vía. Una avalancha de policías empezó a pasar en sus motos por el carril derecho de TransMilenio y todo el mundo se fue a ese lado. El taxista y yo aguardamos al lado del carril izquierdo de TransMilenio y, sí señores, ahí venía el Papa. Pasó a una distancia de un metro, raudamente, pero lo alcanzamos a ver. Todos los que estábamos allí quedamos felices.

Y fue cuando nos subimos al taxi y Joan dijo su frase “es como si le quitaran a uno de encima un pecado”.

Estoy seguro de que la vida de Joan no será la misma en adelante. Como tampoco lo será la de millones de fieles y no fieles que se lanzaron a las calles a verlo, a tratar de tocarlo, a recibir una bendición; y la de millones que lo siguieron por televisión y recibieron sus palabras directo al corazón, aplicándolas a su propia vida, sin la mezquindad de quienes solo trataron de aprovecharlas políticamente.

Lo que se vivió desde el miércoles hasta el domingo fue un contacto directo entre los corazones y las almas del Papa y las de los colombianos, que se unieron para cantarle a la paz, al perdón y a la reconciliación, sin ninguna clase de distinciones, sin intermediarios. Fue un hermosísimo encuentro de hermanos, unos mismos hermanos, todos iguales, bajo el manto de Dios, que abrigó a creyentes y no creyentes en un solo abrazo de amor.

@Vargas Galvis

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