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Dentro del Eje Cafetero, Salento es el eje del turismo. Y no es para menos. Su ubicación privilegiada les entrega a los visitantes un cúmulo de sensaciones que hacen que su visita al pueblo sea una experiencia cultural, ecológica, rumbera y hasta cosmopolita.

No sólo los turistas nacionales son quienes llegan por montones a sus callecitas tradicionales. Basta recorrer un par de horas los rincones de Salento para darse cuenta de que el pueblo se convirtió en una pequeña Torre de Babel en la que el viento sopla varios idiomas en todas sus direcciones.

Calles pequeñitas con puertas salpicadas de colores. Flores siempre rebosantes en los balcones. Una estética que lucha contra el tiempo para mantener el estilo de los antiguos pueblos cafeteros paisas. Además, su cercanía al impresionante Valle del Cocora  convierte a Salento en la cuna de nuestro árbol nacional, un honor del que no se puede preciar ningún otro pueblo en territorio colombiano.

Vea también: Así registramos a Salento como parte de nuestro viaje desde Colombia hasta Alaska en Carro 

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20 años atrás, cuentan los antiguos habitantes de Salento, los bultos de café se llevaban desde las fincas en yipao o a lomo de mula hasta la plaza central del pueblo, y los granos se extendían en las calles para que el sol los secara. Era un tranquilo pueblo campesino donde se tomaba tinto del mejor y entre todos sabían quién era hijo, nieto o sobrino de quién.

Pero en 1999 tembló la tierra en el Eje Cafetero y todo se desquebrajó. En pocos meses la región, incluyendo a Salento, se levantó de entre los escombros y brilló tanto que deslumbró a millones de personas que  empacaron sus maletas y se fueron a conocer las tierras de donde brota el mejor café suave del mundo.

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Llegaron por montones y provenientes de muchas latitudes. Volvieron a sus tierras y contaron que estuvieron en un paraíso de clima templado, calles multicolores y gente amable.  

El fenómeno se convirtió en una bola de nieve que arrastró y sepultó la esencia del pueblo, convirtiéndolo en una máquina de atenciones y ofertas diversas con el fin de hacer dinero a través del turismo. Lo cual no es malo, pues dinamiza la economía, genera nuevas oportunidades para los locales y abre nuevas rutas para los viajeros.

Pero puede jugar en contra de los intereses generales de la localidad cuando crece descontroladamente, como está ocurriendo en el llamado pueblo ‘Padre del Quindío’.

El turismo descontrolado, por ejemplo genera desplazamiento, y Salento es un ejemplo vivo de ello.

Dicen los locales que en este pueblo el primer desplazado fue el agro. La caficultura en el sector se fue desvaneciendo de a poco, para soportar toda la actividad económica de los antiguos caficultores y campesinos en el turismo.

Las fincas cambiaron su misión. El jornal de un campesino recolector de café vale más o menos $12.000 pesos al día, incluidos los descuentos de la comida. Hoy, cuidando carros en la plaza  con un chaleco azul y un trapo rojo, en una hora un campesino se puede ganar $2000 por cada vehículo. Y en un fin de semana pueden llegar hasta 4.000 carros. Son tantos que arman trancones de horas y se tienen que devolver.

Los caballos que antes servían para cargar los bultos de café ahora cargan gringos hacia fincas aledañas al pueblo, donde sus habitantes hacen representaciones, pantomimas y bailes disfrazados de lo que ya no son: campesinos.

El boom turístico de Salento causó que a su tierra llegaran extranjeros a ofrecer hasta el 500% del valor de las casas y las fincas, algunos para poner negocios y otros simplemente para tener un lugar donde pasar sus días de verano.

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Los raizales venden sin pensarlo mucho, atraídos por tantos billetes verdes como nunca habían visto en sus vidas. Se desplazan hacia Pereira, Armenia o Cali, ciudades grandes donde no encuentran oportunidades que tengan que ver con sus competencias en el mundo del campo.

Una vez agotado el dinero que recibieron por sus predios, vuelven a Salento como arrendatarios. Incluso, varias veces escuché sobre casos de mujeres que terminaron como empleadas del servicio en casas que antes eran de su propiedad.

Quienes se quedaron por voluntad propia no llevaron la mejor parte. La circulación masiva de dinero causó que el costo de vida en Salento se encareciera considerablemente. Y esa fue otra de las causas del desplazamiento, debido a que los arriendos, los servicios públicos y la canasta familiar no alcanzan a ser pagados con los salarios de los pobladores.

Además, se oye de megaproyectos hoteleros que podrían ser un tumor maligno para una de las joyas naturales que tiene la geografía colombiana: el Valle del Cocora. Moles de concreto con el peso de marcas como Decamerón y Hilton con capacidad para 1400 personas amenazan con ser construidas en el corazón del Cocora, lo que ha encendido las alarmas de organizaciones de habitantes que, hasta ahora con éxito, han emprendido campañas para detener semejante desfachatez.

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Sin embargo, ninguno  de los anteriores  es motivo válido para dejar de ir a Salento, ni a lugares que viven realidades similares. Por el contrario, quienes amamos viajar debemos llegar a cada lugar con espíritu de conservación y contagiar con nuestra llegada la consciencia ambiental y compartir con los locales y con otros viajeros formas de preservar los lugares a los que llegamos.

No olvidemos que Salento está incluido dentro del paisaje cultural cafetero y es nuestro deber como turistas respetarlo y preservarlo. Si va a viajar a esta magnífica ciudad en esta u otra temporada, vívala desde el medio ambiente, sus senderos, sus miradores, su cultura, su arte. Olvide la fama farrera que está convirtiendo a esta joya arquitectónica en la cantina del Quindío. Viajar responsablemente es posible.

También: Porqué prometimos volver al valle del Cocora? 

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