Por: @karlalarcn
Existen muchas razones para querer o intentar salir del país en el cual uno nació. Leyendo por ahí, encuentro que para muchos existen dos motivos principales: porqué quieres o porqué la vida te empuja. Cada una tiene sus diversos componentes, casi siempre el – porqué quieres – viene acompañado de dinero así que el destino o es extremadamente estudiado o simplemente no importa. Cuando la vida nos empuja a salir del país, el dinero es escaso y el destino es el que se pueda.
En mi caso, los dos motivos se mezclaron. Esta es mi historia que puede ser la de cualquiera.
2003.
Abro la puerta de mi casa, boto los zapatos y la maleta que me acompañaba a cualquier parte. El hambre me invade, pero al llegar a la cocina solo encuentro 2 tajaditas de plátano, un pan y un pocillo de agua de panela. Al parecer el arroz se acabó.
Fue un día largo, pero productivo, al menos eso creo. 45 hojas de vida dejadas en el mismo número de empresas, al mismo número de recepcionistas. Aunque viéndolo bien, el problema es que no pasan de ahí. Llevo 3 meses largos empapelando Bogotá con mi hoja de vida, las fotos 3×4 fondo blanco empiezan a escasear y empiezo a sentir que mi esfuerzo es en vano. La desilusión sé avalancha sobre mí.
Una hora después mirando el brillo de la luna que entra por la ventana me hace acordar que no siempre sentí ese mismo vacío de comida en la barriga a la hora de dormir. Recuerdos de hace solo 3 años vienen hacia mí: el dinero fruto del trabajo de la familia completa en un negocio y a la par, el trabajo de mi papá en una empresa daba para vacaciones cada seis meses, ropa nueva siempre que se quisiera con fines de semana llenos de fiesta y los domingos de pasar guayabo comiendo afuera.
Todos son recuerdos de un tiempo pasado. El exceso de confianza de mi viejo en una persona hizo que ahora mi familia y yo viviéramos en la misma casa que mi papá construyo ladrillo a ladrillo en condición de arrendatarios. La vida nos jugó una mala pasada. El sueño me vence con esa frase dando vueltas en la cabeza.
El dinero por esos días se conseguía en mi casa de dos maneras básicas: mis papás tenían una tienda de sándwiches, arepas y empanadas en el mismo garaje de la casa donde uno que otro taxista entraba. La segunda por medio de unos ahorros que aún tenía fruto de la venta de una microempresa de producción de alimentos que yo tenía. La misma situación familiar algún día me obligó a venderla por partes, máquina a máquina, pieza por pieza.
Mientras estos días pasaban lentamente a veces muy lentamente, mi papá no dejaba de ver el buzón de cartas todas las mañanas esperando que algún día llegara una carta diciendo algo sobre su pensión. Trabajó 28 años en una empresa estatal que quebró por malos manejos y no recibió un centavo de pensión. Siempre que cierra el buzón, se dirige al garaje adaptado en tienda, baja su mirada y le lanza una pregunta el piso que ni yo sabría responderle:
-¿Será que están esperando a que me muera?
A eso de las 2 de la tarde, después de poner a rodar mi hoja de vida 10 veces en sitios de empleo por internet (opción en la cual no confiaba mucho en esa época) y otras 5 puerta a puerta me siento en el pasto de un parque sin poder aguantar más. Empiezo a probar lo que será mi comida del día: una empanada de las que hace mi mamá y un jugo de guayaba. Cuando el dinero escasea lo más simple se convierte en privilegio.
Por un momento esa sensación de sentirse sin salida me embarga, alzo la cabeza y me doy cuenta de que en ese mismo parque otras 4 personas con carpetas como el mío y formatos azules de hoja de vida 1003 estaban también en hora de almuerzo. El desempleo abundaba y el hecho de tener estudios universitarios como era mi caso o no tenerlos no importaba; todos estábamos en el mismo círculo vicioso: miles de desempleados y universidades pariendo a miles de nuevos buscadores potenciales de empleo hacían que una persona como yo, administrador de empresas, con experiencia consiguiera un sueldo igual o un poco más alto del mínimo. Regalarse a cualquier trabajo no importando el sueldo era una opción desde hace rato válida para mí y para miles.
Cuando llegó a mi casa recibo un mensaje. Una empresa me pide que vaya a una entrevista a Bogotá, el cargo es para ser digitador, pagan el mínimo y trabajaría de domingo a domingo 4 horas en la mañana y otras 4 después de las 3 de la tarde. Comenzaría al otro día. Creo que no tengo opción.
Llego a la entrevista 10 minutos antes, mi vestido y mi corbata dicen mucho de cuanto necesito el empleo y ni que hablar de los zapatos con ese pequeño hueco dejando entrar agua por la suela.
Me hacen esperar, el que me va a hacer la entrevista aún no llega. Me piden que vuelva en 20 minutos. Tomo ese tiempo para dar una vuelta por una calle cercana, subo por la calle 19, llego hasta la Alianza Colombo Francesa y recibo un papel de una invitación a un evento de estudios en el exterior. Lo primero que veo me llama la atención y me impresiona una foto de los Pirineos con un azul inmenso en el cielo y otro azul en el mar. Me doy una vuelta por todos los stands y realmente siento que si pudiera tomaría la opción de irme. ¿Si pudiera?, me pongo a pensar que me lo impide. Me doy cuenta de que lo único que me lo impide es el miedo, el miedo a lo desconocido. ¿El dinero?, siempre he pensado que ese se esconde pero si uno lo busca, siempre aparece. En mi caso lo seguía buscando.
Salgo corriendo a la entrevista, perdí la noción del tiempo y llego 5 minutos tarde.
-¿Que se cree señor? -Dijo el que me entrevistaba. -¿Piensa que tengo que esperarlo?
-Yo estuve a la hora convenida, usted fue el que se demoró.
-Le recomiendo que no se pase de listo conmigo, siéntese ahí y póngase a escribir –dijo él.
Nunca me había enfrentado a una prueba por el estilo. Tenía que digitar un contrato, el que lo hiciera más rápido se quedaba con el puesto. Empiezo mal, mirando al teclado mientras me adapto al mismo. Mi maestría para escribir en computador es conocida por muchos, pero otra cosa es hacerlo bajo presión. Me empeño en hacerlo rápido y hacerlo bien, sin faltas de ortografía. Cuando creo que estoy por terminar alguien grita al fondo que termino.
-Si señor terminó pero esto tiene muchas faltas -dijo el evaluador –aunque no importa acá en Colombia nadie lee, quédese y arreglamos lo de su contrato.
Esa tarde significo para mí, una pérdida de un trabajo potencial y muchas preguntas generadas por esa idea de que pasaría si pudiera irme. La noche fue de muchos pensamientos y de poca comida en la barriga.
***
Septiembre de 2003. Llevaba 2 meses trabajando para una empresa familiar de producción de alimentos y yo era el todero, desde consignar un cheque hasta poner la cara por una deuda eran algunos de mis oficios por un salario mínimo. Según el dueño de la empresa yo era el gerente de “estrategia, financiero-administrativo”. En el contrato se leía solamente “labores varias”.
Una mañana que tenía libre acompaño a mi papá a hacer algunas cosas, a eso de las 10 de la mañana llegamos a la casa y le ayudo a abrir la puerta del garaje, no sin antes mirar que no hay nada en el buzón de cartas. Al abrir la puerta, sin querer piso un sobre tirado en el piso.
– ¿Será que no se dan cuenta de que tengo un buzón de cartas, carajo? –dijo él con tono cansino.
Recoge la carta que venía a su nombre y se sienta en una silla a leerla abriendo los ojos en señal de asombro cuando ve el remitente. Dos lágrimas aparecen en su cara al leerla.
-lea -dijo él.
La carta le decía que tenía derecho a una pensión de vejez que sería retroactiva y que perdonara si había tenido perjuicios por no recibir un solo peso desde hacía 11 años culpa de la tramitomanía. La vida empezaba a ser justa con un viejo que dejó 28 años de su vida en una empresa que terminó saqueada por la corrupción de sus dirigentes.
***
Era diciembre del mismo año y ahora soy yo el que recibe una carta. Tenía solo 3 párrafos, el número dos diciendo que estaba despedido ya que el hijo de 24 años del dueño de la empresa termino la validación del bachillerato, empezaría a estudiar Administración de Empresas y a partir de ahí, sería el nuevo gerente de “estrategia, financiero-administrativo”. El último párrafo era para darme las gracias, pedirme que sacara las cuentas de mi liquidación ya que yo era el encargado y que podía pasar por el regalo de Navidad que me daban antes de salir: Una botella de vino de manzana y una caja de galletas.
No había ningún rencor de mi parte, me imaginaba que el dueño de la empresa quería darle alguna responsabilidad a su hijo y yo sobraba. Pero había algo más, algo que quizás empezaba a comprender y era que ya resuelta la vida de mis papás, era la hora de resolver la mía o por lo menos buscar una vía de escape.
Con la mirada fija y la mente perdida el 24 de diciembre de ese año, intento dejar en orden la mesita de noche que me acompaña desde los 13 años. Arreglando cosas encuentro una tarjeta, la tarjeta que algún día recibí en la feria de estudios en el exterior. Al reverso de la tarjeta había una frase que decía:
“Pregúntate si lo que estás haciendo hoy te acerca al lugar en el que quieres estar mañana”(J. Brown)
Sentí como la vida me daba una bofetada en la cara, sentí una especie de pena por el tiempo que luchaba contra la vida misma en resistirme a una idea que siempre tenía en mi cabeza desde aquel día en el que recibí la tarjeta, el de ponerle alas a mi vida e irme a conocer el mundo.
Era soltero, mi última novia se fue después de decirme que el amor se va por la ventana cuando la pobreza entra por la puerta. No tenía nada aparte de un televisor de 21 pulgadas, unas máquinas de una empresa quebrada y una cama. Una sonrisa se posó en mi cara al ver que afectivamente nada ni nadie me ataba.
Empecé a sentir las ganas de darle un cambio a mi vida, son de esos momentos que se dan en la vida que uno siente que la revolución viene desde adentro, que algo llamado, alma, conciencia, sentido común o sentido de supervivencia dice que las cosas no son un “statu quo” y que es hora de salir a buscar la vida y no quedarse sentado a esperar si en algún momento futuro la vida se acordaba de mí.
En ese momento, mirando la tarjeta en la mano, sin saber a dónde me iría, espantando el maldito miedo, decidí que me iría a vivir afuera, que mi iría a buscar mi vida. No tenía ni idea por dónde empezar, o dónde irme pero por un momento empecé a sentir que la brújula marcaba un norte. Algo por dentro me decía, “¡por fin!” y de ahí en adelante mi vida se llenó de sentido, porque tenía un objetivo, una meta que cumplir.
Ese 24 de diciembre, me hice el firme propósito de pasar la siguiente Navidad en otro lugar, en irme a recorrer el mundo. Escribió Paulo Coelho que el Universo conspira cuando se quiere algo, pero tenía que ayudarle al universo a que esa conspiración se hiciera realidad. El asunto no es solamente querer sino hacer, a eso me comprometí ese 24 de diciembre mientras miraba al cielo estrellado confundirse con el humo y las luces de la pólvora.
Para unos puede ser el mismo sentimiento vivido al encontrar la persona con la cual se quiere compartir la vida, para otros el trabajo anhelado… para mi ese sentimiento era solo el comienzo de algo que hasta hoy lleva 10 años, muchos lugares, muchas personas y miles de experiencias: ¡EL VIVIR POR FUERA!
P.D: El cómo lo hice lo dejo para la próxima.
Twitter: @karlalarcn
Chévere…buen escampadero para huir del partido colombia perú y de los idiotas que se congelan con el futbol…
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Yo tambien me fui, pero ya regrese. Y creo que partire otra vez porque quiza asi soy yo, o quiza porque aqui a veces me sofoco. El mundo es para conocerlo, disfrutarlo, y vivirlo. Excelente su escrito.
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Interesante historia. Saludos desde Chile 😀
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