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No disfruto de la “fiesta brava”. He evadido la cultura taurina durante toda mi vida y aunque no me vería nunca yendo a la Plaza de Toros, reconozco el valor cultural que para algunos representa la tauromaquia y respeto el derecho a disfrutarla. Las consideraciones de quienes se oponen o la disfrutan, son materia de una extensa y minuciosa discusión que ponen a prueba nuestra capacidad de ser tolerantes.

Desde muchos puntos de vista, es razonable el rechazo a esta actividad. En una especie de duelo, un individuo con una espada y una tela roja, se mide frente a un animal gigante y confundido, hasta matarlo lentamente luego de varias estocadas. Este enfrentamento brutal, desigual y anacrónico se ha tejido en el entramado de nuestra cultura, hasta convertirse en una tradición a la que muchos se aferran.

A mi modo de ver, la sociedad no es de piedra y juntos, todos nosotros, tenemos la capacidad de ponernos de acuerdo, revisar esas convenciones que en algún momento fueron normales y analizar críticamente su función y pertinencia en la actualidad. Sobre la tauromaquia, estamos en un punto en el que urge una solución que nos beneficie a todos.

La disputa sobre la legalidad de la tauromaquia se ha venido agudizando con el tiempo y como se demostró recientemente en Bogotá, tiene el potencial de convertirse en un pretexto para movilizar agendas políticas y generar caos. El agravante de entintar este conflicto con una mirada política es que de esta manera tendría aún menos posibilidades de resolverse y sentaría el terreno para más enfrentamientos.

Se está haciendo evidente un patrón muy preocupante que enmarca muchos de los problemas de la ciudadanía en medio de una disputa de clases e ideologías, personificada en los dos últimos alcaldes de la ciudad. Es precisamente en momentos álgidos, que desatan las pasiones, en los que florecen estas divisiones, nos polarizamos y terminamos todos perjudicados.

Por ello, pienso que este problema no es exclusivamente sobre toros. Es sobre la ciudad y las fuerzas políticas sobre las que nos estamos moviendo. De un lado, urge desmitificar a la fiesta brava como una tradición inmutable e intocable, propia de las élites, y por otro lado, las fuerzas opositoras tienen la responsabilidad de acercarse a sus contradictores de manera pacífica y constructiva.

Por ahora, vamos a tener que aprender a vivir con estas diferencias. En últimas, estamos en una ciudad amplia y diversa en la que conviven muchas maneras de pensar y ser parte de ella implica convivir pacíficamente con aquello que consideramos diferente. Lo que no puede pasar es que los escenarios en los que ocurren estos desencuentros se vuelven una excusa para la violencia.

@FDavilaL

Fernando Dávila Ladrón De Guevara

Rector Institución Universitaria Politécnico Grancolombiano

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