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Hay que hacer del llamado caos una oportunidad para reinventarnos y salir de la exquisita comodidad que produce el conformismo.
Tibisay Estupiñán Ch.
Por Tibisay Estupiñán Chaverra, bacterióloga y escritora de vocación. @tibisayes – facebook.com/tibisayes
En épocas de perenne revolución y «crisis»,  donde todo está presto a cambiar o a migrar, es natural sentirse agotado, sentirse ajeno a la realidad misma cuando creemos que tenemos todas las respuestas y en un burlesco acto, el universo nos cambia todas las preguntas.
¿Quién no ha experimentado la absurda pero liberadora idea, después de ver un noticiero, discutir con la pareja, hacerle un favor extra-laboral al jefe y darse cuenta de que pisó excremento de perro,   -todo el mismo día-  de elevar el «Ki», hacer una «Genkidama» y pasar al «papayo» a unos cuantos? 
¿O por lo menos tener el suficiente coraje, la fuerza y el carácter para enfrentarse de manera sincera y coherente a los retos que día a día le impone la vida?
Pero termina optando por una actitud de sumisión y desidia como única posición para evitar ser absorbido por lo que se percibe como un demoníaco estado global de caos.
Vivimos en un constante agite, en un continuo estado de nerviosismo, de prisa, de tensión, haciéndole comparendos a la existencia misma, multando los sueños y castigando el alma. 
Haciéndole el «quite» a la conciencia y pavimentando hasta nuestra ineludible fuerza trasformadora para vivir la vida sin penas ni glorias con tal de no generar turbulencias innecesarias que paradójicamente aumenten  la crisis.
A diario, cada uno de nosotros vive procesos de introspección y catarsis en los cuales la incesante lucha individual e interna por la búsqueda de armonía y tranquilidad pareciera tener un victorioso final. 
Nos cobijamos con magnánimas conclusiones y reflexiones sobre lo que es la vida, y nos llega una morbosa pseudo-claridad sobre lo que queremos y una determinación digna de una nueva película de Rocky.
Después de ese angelical y falaz recogimiento, no es sino que salgamos al mundo para que empecemos a «putear» al sol porque quema demasiado, al aguacero por inoportuno; si un perro se nos cruza torpemente en el camino, la patada menos certera le cae en el hocico; la vecina es una bruja y el chofer del bus es un atarbán.
Se nos desacomodan los «Chakras», que con tanto cuidado habíamos alineado y volvemos al mismo tugurio emocional de siempre, con el único deseo de que el apocalipsis llegue pronto para ver si nos liberamos de tanta «Mariconada».
Esto es debido a nuestra precaria inteligencia emocional y a los cientos de prejuicios cognitivos que mancomunadamente nos impiden regular nuestros propios estados de ánimo, haciéndonos pasar de un intenso estado de felicidad y tranquilidad por algún minúsculo evento, ya sea deliberado o fortuito, a un lamentable estado de confusión y angustia en cuestión de milisegundos. Algo así como un cotidiano estado de «Demencia Emocional Preconcebida».
Cada situación vivida debería adoptarse como un impulso que nos lleve a actuar una y otra vez en medio de la adversidad, siendo conscientes de que en el proceso debe haber avance y crecimiento y no solo intención.
El grado de dominio que alcancemos en aquellos momentos donde pocas cosas parecen tener sentido, es lo que nos permitirá hacer del llamado caos, una oportunidad para reinventarnos y salir de la exquisita comodidad que producen el conformismo y la estupidez de la preocupación, que son como la mecedora de mimbre ochentera de la abuela que nos mantiene ocupados pero que nunca nos llevará a alguna parte.

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