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La reportera Lina Álvarez cuenta su historia en La Calle del Pecado. Ecos del XVII Festival de Música del Pacífico Petronio Álvarez

Si el negro con su caminao’ logró enamorar a su pareja, el Petronio con su tumbao’ también lo hizo. Enamoró a más de 500 mil personas, haciéndolo el festival más concurrido del año.
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Por Lina María Álvarez, estudiante de Comunicación y Periodismo de la Universidad Autónoma de Occidente. Especial para Color de Colombia.
Cinco días no son suficientes; las horas se tienen que alargar a como dé lugar. Mientras las puertas del escenario cerraban, la calle abría sus brazos, prendía la fiesta. A son de marimba, viche ventiao’ y sabor sobrao’ se preparaba para rematar.
Una luna de locos adornando la ciudad, auguraba una noche fuera de lo normal. Era un viernes, Santiago de Cali lo sabía, y yo también. 
El día anterior, la cuarta con novena, la famosa ‘Calle del pecado’ me había visto pecar. La buena vibra, la música, el viche, la gente y esa amalgama de cosas que solo allá, en pleno centro, se pueden observar, me seducían. Como fuese, tenía que volver.
Aquella cuadra es solo una de los tantos ‘remataderos’, calles, casas, hostales y andenes que se traducen a rumba durante los días que dura el Petronio Álvarez. Cuando la música para de sonar en la Unidad Deportiva Panamericana, la multitud busca un nuevo espacio para gozar. 
Mares de gente, grupos de 30 personas o más, se toman la ciudad; mientras repican los tambores en su cabeza, el cuerpo pide más. La Novena, la Autopista, la Quinta, la Roosevelt y el Centro se visten de fiesta; las luces de neón pasan a un segundo lugar. Cualquier esquina, cualquier espacio, cualquier rincón es un escenario. ¡Una noche entera de festival!
De todas las esquinas, de todos los andenes, de todas las calles, escogí la misma de la noche anterior. El mismo olor se acentuaba con la presencia de muchísima más gente. Eran las 11 de la noche, no había músicos aún; pero el aire ya transpiraba festividad. «Escucha el tambor sonando», la Clandeskina Orquesta, el titicó y la clave, hacían bailar. 
Pensé que no me recordarían, que era una más del montón, pero no, aquella esquina recalcaba mi presencia: esa periodista otra vez. Creí que pasaría desapercibida entre la multitud: que los travestis, los ladrones y demás residentes pertenecientes al lugar no recordarían mi visita anterior. Creí, bien dicho. 
A solo dar un paso me topé con varias miradas, no muy amables, por así decirlo.
Aunque Petronio camine a sus anchas la ciudad, no deja de estar presente el peligro. Muchos de los asistentes fieles a los remates que se volcaban en las calles, particularmente en esta, coinciden con que ya no es lo mismo que se vivía unos años atrás. 
Lo que para muchos ha representado una tradición, se ha convertido en un escenario para delincuencia y otros excesos.
Algunos han optado por rematar en espacios cerrados, lugares de rumba, en casa de amigos. Mientras la música siga, el ritmo se sienta y haga vibrar cada centímetro del cuerpo, lo demás deja de importar. Una sonrisa, una de viche y una marimba, son lo único esencial.
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La calle no estaba llena, estaba repleta. Me dispuse a esperar  la fiesta, el sabor, el mar; sin percatarme de la presencia de un hombre grueso, de carnes trigeñas, ceño fruncido y camisa negra con un puñal en la mano. Estaba a mi lado, lo suficientemente cerca como para hacerme daño.
Entendí el mensaje: no era bienvenida en ese lugar. Me demoré en captarlo; minutos más tarde, un hombre con apariencia femenina me lo recordó: el roce de un puñal a lo largo de mis nalgas, lo hizo claro: me tenía que ir.
Tercera noche de festival y no pude rematar.
Supongo que la mayoría tuvo suerte; lograron encontrar ese espacio, ese lugar mágico para dejarse llevar a través de los sonidos a ese pacífico ancestral. Los músicos remataron a su manera, se remitieron a su historia:»de cómo fue que llegaron de ésa África negra», enalteciendo su etnia al son de un ritual.
De La Calle del Pecado, debo decir que el domingo Hugo Candelario la visitó.
De Santiago y Petronio, que por décimo séptimo año sabe a viche su amor.
De Cali, que solo le falta el mar. Melanina tiene y de sobra.
Y de mi experiencia, simple: volvería a pecar.

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