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Carta abierta al Presidente de la República, Dr. Juan Manuel Santos Calderón

Con frecuencia, que un ser humano se enferme no resulta ser una noticia extraordinaria, salvo que dicha patología revista excelso interés en la comunidad científica o que, como en este caso, sea un Presidente de la República quien padezca el mal. A mí, por ejemplo, paciente de anemia drepanocítica con doble reemplazo de caderas por necrosis avasculares, nadie me ha volteado a ver. Aún me pregunto, con desconcierto, qué diferencia hay entre usted y yo, si ambos somos servidores públicos. No faltará quien haga referencia al cargo que usted ostenta, frente a la humilde labor de un docente del distrito de Barranquilla. Quien lo haga, ignora que estamos del mismo lado, salvo que usted maneja una cartera abullonada. Quizá eso se deba a que usted coordina una nación de más de cuarenta millones de indiferentes mientras yo sólo educo a 150 niños con ilusiones, hacinados todos en una escuela ubicada en un barrio del sur.

Por eso no dejo de preguntarme, qué sistema de salud lo cobija a usted, Señor Presidente, que anuncia una compleja molestia un lunes y es programado para cirugía sólo un par de días después. ¿Acaso tiene usted acciones en alguna EPS o está cotizando en una de las llamadas «prepagadas»? Me pregunto esto porque yo, como millones de colombianos, tenemos que esperar más de un mes para recibir una cita con el internista, y otro adicional para que el especialista nos evalúe y, con profunda serenidad, nos recete el ibuprofeno nuestro de cada día. ¡Ojalá, los honorables miembros de la plenaria de la Cámara no hubieran archivado el proyecto para que la salud fuera derecho fundamental! Lo fundamental es invertir en la creación de una IPS y desfalcar al Estado. ¡Bendita la Ley 100, Señor Presidente! Espero que sea usted quien la derogue. Casi siempre, hasta las esperanzas se pierden cuando quienes gobiernan no muestran el mínimo interés en la gente de a pie como mis estudiantes, como yo mismo, Señor Presidente.

Le comento, Señor Presidente, que he tenido fuertes crisis de dolor debido a la falciformía, siendo único paliativo la aplicación de altas dosis de tramadol, pues no tolero la meperidina ni mucho menos el Valium. Dado que tengo un hermoso niño de cuatro años, mi doctora me ha ordenado consulta con la sicóloga, pues al parecer tengo miedo a morir y dejar desvalida a mi familia. En el fondo, creo que no es para tanto, con el perdón de los sicólogos amigos. Excepto de Uribe, no he leído sobre alguien que le tema a un interrogatorio.

Algunas veces, cuando estoy bajo el efecto del medicamento, se me da por soñar, Señor Presidente. Mi esposa manifiesta que es por la dosis, aunque yo creo que en realidad lo que veo está sucediendo. Muy realista ella, casada con un novel escritor de 29 años que piensa que ya su crisis pasó, que volvió a la escuela en que labora, que consiguió los ocho millones de pesos para poder matricular el semestre y sustentar su tesis magistral en Literatura Hispanoamericana y del Caribe, que tiene el mismo sistema de salud que el Presidente de la República y podrá recibir un tratamiento médico excelente, o por lo menos, aceptable.

Para dormir sin el punzante malestar, debo inyectarme, Señor Presidente. No se piense que soy un resentido, piénsese, en oposición, que la droga en lugar de somnolencia me causa el efecto contrario. Le decía que es hora de mi inyección; esta dosis de Bayro va a su salud, Señor Presidente, aunque la mía vaya menguando como la equidad nacional.

Cordialmente,

Alberto Rascht

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