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Hoy vamos a caminar por un trayecto, en apariencia, sin demasiados contenidos simbólicos. Pero, de nuevo, basta disminuir el ritmo de nuestros pasos y alertar los sentidos para empezar a ver-escuchar lo que nos quiere decir la ropa de quienes usan esta parte de la ciudad.
LA GENTE DE TRAJE OSCURO
“Se podría aventurar la condición social del muerto por los atuendos de quienes lo despiden”
Los harapos de dos indigentes y un perro negro anclados a la orilla de río Arzobispo son la imagen de entrada a este pedazo de Ciudad, sobre la Troncal de la Caracas.
Estos ñeros no son del Cartucho. Su hogar está ubicado a tres cuadras de ahí, aguas arriba, bajo el puente de la carrera 7, junto al Parque Nacional. La pareja de ñeros se cubre la espalda con pedazos de cobijas deshilachadas. Tienen el pelo revuelto y permanecen en cuclillas, con los ojos clavados en las aguas turbias del río Arzobispo que se deslizan rápidas hacia el occidente por un canal culebreante revestido de adoquines que viene desde los cerros orientales.
El Arzobispo de finales de siglo es muy lejano de aquel río vigoroso que hace doscientos años marcaba la división de Santafé de Bogotá con el naciente caserío de Chapinero. A orillas de este río se levantaba en los primeros años del siglo XVII la quinta de los arzobispos. Allí mismo daban vuelta las carrozas de los virreyes durante sus paseos vespertinos, gracias a un semicírculo que el Virrey Caballero y Góngora hizo construir en el camino[1].
Ahora, estas son cuadras de estudiantes durante la mayor parte del año, de día y de noche. Las otras imágenes de este sector se repiten metro a metro: uniformes de porteros y vigilantes, botas de caucho, overoles oscuros y bayetillas de los lavadores de carros, trajes de paño de los oficinistas y vendedores, pantalones y sacos negros y camisas blancas de algunos meseros. Es la ropa de otra categoría de hombres-herramienta ubicados un peldaño por encima de los rudos trabajadores de los alrededores de la Plaza España.
Hasta hace unos cinco años también funcionó junto a la Troncal, en una antigua edificación dos niveles, con pasillos alfombrados, una casa de citas llamada El Jardín del Edén. Afuera, un portero negro, obeso, de unos 60 años, de kepis y abrigo rojo inclinaba levemente la cabeza frente a los trajes de paño de la clientela.
La primera vez que los alumnos de un centro de educación intermedia, ubicado sobre la avenida 39, vieron entrar a las jovencitas que allí trabajaban, creyeron que se trataba de una sede social de ejecutivos. En cierta forma lo era. Chaquetas de piel, abrigos, zapatos de tacón alto, y vestidos de diseños delicados envolvían los cuerpos de las veinteañeras que miraban con desdén a los estudiantes. Las mujeres llegaban en taxi y nada en ellas hacía intuir su verdadera profesión. Parecían invitadas especiales a una noche de gala.
Unos doscientos metros más al norte de donde estaba ubicado el Jardín del Edén, todavía transcurre a diario un desfile de rostros afligidos y un hormigueo de trajes de luto que entran y salen, hasta la media noche, del edificio de cinco pisos de la funeraria Los Olivos. El color oscuro se dispersa entre el colorido de las calles y cafeterías vecinas o se amontona en corrillos alrededor del pequeño parque, frente a la entrada principal de la funeraria, sobre la Troncal de la Caracas.
Menos notorios, pero igualmente abundantes son los pañuelos blancos que salen con frecuencia de los bolsillos y bolsos, o permanecen todo el tiempo apretados en una mano, yendo a la nariz y a los ojos enrojecidos. En esta funeraria, que no es la de mayor alcurnia de Bogotá y que, además, tiene planes para socios de cooperativas y fondos de empleados, se podría aventurar la condición social del muerto por los atuendos de quienes lo despiden.
Hay sepelios y velaciones abundantes en trajes de paños livianos, dacrón, lino, gabardina y suéteres y sacos de lana. Y hay salas repletas de cachemir, abrigos, mancuernas doradas, sedas y paños finos, guantes de cuero y zapatos brillantes. Pero el engaño también tiene aquí su efecto, pues no es raro que a las compraventas de ropa usada del barrio San Luis, ubicadas a unas veinte cuadras de este lugar, llegue algún cliente buscando un traje ‘presentable’ para asistir a un sepelio.
Por lo general, en las salas de ropa ‘menos presentable’ hay un llanto abundante, sobre todo en las mujeres, se escuchan algunos gemidos y uno que otro ‘Diosmío’. Hay abrazos y se reaviva el llanto con la llegada de un nuevo doliente. En las otras, los participantes son de rostro pétreo, ojos irritados, y pocas lágrimas. Los que llegan, por lo general, saludan con ademanes leves, abrazos lejanos y besos que son, en realidad, un toque de mejillas. Luego se sientan en silencio.
Sobre la misma acera de la funeraria, siguiendo por la Caracas, se asoma a la puerta de un local una blusa con manchas de tinta tipográfica. El abrigo vinotinto del botones de un hotel de tres estrellas, cruza una puerta de vidrios polarizados para estrellarse con una blusa traslúcida que deja adivinar la silueta de los senos bajo unos brassières de encaje negro y las líneas de un cuerpo delgado.
Un rostro pintarrajeado de blanco, con una nariz escarlata inmensa, zapatos, del mismo tono, monumentales, y calzón amarillo, ancho, de lunares rojos, se baja de un bus urbano que viene del sur, cruza el carril de los carros particulares y trepa con paso rápido hacia el oriente por la calle 49, donde algunos restaurantes utilizan sus servicios para anunciar el menú del almuerzo.
El hombre camina más lento que los demás peatones, con los zapatos apuntando hacia afuera, las piernas separadas y levantando las rodillas en casa paso, como si fuera a iniciar una carrera. A su lado se cruza un joven de unos 23 años, de blazer azul, camisa blanca, corbata vino tinto y pantalón gris, con un portafolios en su mano izquierda. Podría ser un ejecutivo. Camina erguido, con pasos rápidos y largos. Lleva el cabello negro engominado y peinado hacia atrás. También podría ser un vendedor, de aquellos que entregan tarjetas que dicen: ‘Ejecutivo de ventas’ o ‘Asesor comercial’. Y al parecer se acerca más a esto último pues al llegar a la Caracas se trepa a un bus intermedio con la destreza propia de quienes se han convertido en expertos a fuerza de hacerlo constantemente.
Sobre la 49, media cuadra arriba de la Caracas, aparece el primer almacén de ropa usada del sector de Chapinero. Se llama Segundas Americanas y la empleada, aunque de pocas palabras, se jacta de que todos los sacos, faldas, abrigos, pantalones y blusas que cuelgan en perfecto orden en los estantes son traídos “directamente de Estados Unidos”.
“Aquí no hay nada nacional. Todo es americano… original. Usted puede medirse lo que le guste sin ningún compromiso. Es ropa casi nueva, mire la calidad de sacos… son finos… ni se notan que ha sido usados”, agrega.
A partir de aquí y hasta la calle 60, las vitrinas de ropa usada, aunque distanciadas, hacen parte del paisaje y del itinerario de algunos bogotanos. josnav@eltiempo.com.co
(¡ACR!)