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Diatriba contra Transmilenio

 

Cuando mi esposa me llamó llorando para contarme que la puerta del bus alimentador le había atrapado su pierna derecha, confirmé mi odio por Transmilenio (TM). Esa agresión contra mi mujer agotó mi paciencia y mandó para el carajo la cordura que me invitaba a darle “un tiempo de espera más” a ese sistema de transporte masivo que acompaña a los habitantes de la capital desde el comienzo mismo de este segundo milenio.

 

Apenas le conté a mis amigos lo sucedido a mi costilla y después de  confesarles mi nuevo sentimiento frente a los buses articulados, todos mostraron su estupefacción ante a mi nueva postura; la explicación para esa reacción de mis parceros es sencilla: yo era el más ferviente defensor de “ese amigo que nos cambió la vida” -que es el eslogan con que se inauguró TM- por el que llegué a batirme como un fiero león en numerosas discusiones con propios y extraños en las que luchaba del lado de la minoría, cuando no era que estaba en la absoluta soledad.

 

Claro que, en honor a la verdad, hay que decir que de un tiempo para acá me sentía defendiendo algo que ya no amaba como en un principio: cómo olvidar ese idilio que viví con los buses rojitos que cursaban, glamorosos, la remozada Caracas en ambos sentidos, por allá en la época en que el binomio Peñalosa- Mockus echaron a andar esa empresa que nos ponía al nivel de las grandes ciudades del mundo y que, sobre todo, nos equiparaba con la creída Medellín que se jactaba de ser la única ciudad de Colombia con trasporte masivo moderno.

 

¡Qué equivocado estaba! Transmilenio no es el metro y sus pocas ventajas frente a ese medio, como las rutas alimentadoras, ya empiezan a desdibujarse como lo demuestra el oprobioso machucón a la bella pierna de mi media naranja. Claro que no es sólo ese hecho el que me tiene dolido: una semana atrás, en plena plataforma de embarque del Portal de las Américas, el bus parqueó tan lejos de la rampa que pisé en el vacío y, de no ser por las habilidades adquiridas en el teatro, habría sido aplastado por la afanada multitud que no le importó verme con medio cuerpo atrapado en plena puerta de acceso, para aporrearme y empujarme hasta que logré incorporarme y saltar hacia el interior del móvil que segundos después salía presuroso e indolente, sin importarle un bledo que dentro hubiese un ciudadano -un contribuyente como diría mi papá- maltratado y bufando de rabia por el penoso incidente que rebatía la amabilidad y eficacia que él mismo (yo, para más señas) esgrimía como dos de las mejores banderas de ‘Tranquilenio’ que es como cariñosamente lo llamaba.

Desde ese día mis sospechas sobre el servicio de TM comenzaron a ser una certeza. Ya mi afectuoso mote parecía no tener cabida y el duro, pero acertado, apodo de “Transmilleno” empezó a instalarse en mi interior. “Hombre, David, ¡pero qué terco es usted! ‘Transmi’ es un desastre… No ve que en las atestadas y desvencijadas estaciones hay que esperar cerca de veinticinco minutos para que pase el expreso que a uno le sirve y cuando al fin llega ¡ya está lleno!” me alegaba una y otra vez mi compañero de trabajo Ricardo. En tanto que otro colega, Juan David, más incisivo repetía “Si usted tiene la suerte de entender esos enrevesados mapas y dar con la nomenclatura apropiada, todavía debe fijarse de que la estación no esté en reparación y de que adentro del bus no lo ‘chalequien’ o de que no le manoseen hasta el apellido”.

 

Largas esperas, inseguridad, incomodidad… ineficacia, son las características actuales del otrora coqueto Transmilenio; claro que eso es gradual: cada día el servicio se corrompe más y mientras los súper expresos son los más insufribles, sobre todo en las horas pico (a propósito; ¿cuáles son las “horas valle” del sistema?), los expresos son apenas soportables y los ordinarios (A1, B1, C1, etc., etc.) son los más cómodos ¡pero qué lentos son!; no obstante es en las rutas alimentadoras donde el despelote es proverbial: muy en las mañanas –de 5 a 8 AM- y en el horario de 6 a 8 PM las congestiones son cosa diaria y el atropello, la descortesía e insolidaridad para abordar y bajar de los verdosos buses son actitudes comunes en gran parte fomentadas por la escasez de buses y la baja frecuencia de la oferta. Ese agobiante clima de transporte dispara, sin duda, el estrés y el cansancio que los bogotanos que vivimos en los cinturones de pobreza de la ciudad llevamos a cuestas después de la agotadora jornada laboral.

 

Lo triste del caso es que gústeme o no, me toca aguantarme la poca calidad del servicio y no porque sea un caballero que otorgue “segundas oportunidades”, sino porque no me queda de otra: no tengo moto ni carro y las rutas de busetas (cuyo pasaje cuesta $200 menos) que antes pasaban cerca de mi casa ¡fueron canceladas! Definitivamente el monopolio en este país es ley.

 

¿Y donde deja las cifras de reducción de tiempo en los trayectos y del número de personas transportadas al día por Transmilenio? Preguntarán los áulicos del sistema ¿Y en qué parte esconde el número de buses chatarrizados que contaminaban y afeaban el distrito y que han salido con la incursión de TM? redundarán otros ¿Y qué lugar otorga al orgullo bogotano que se ha exaltado con los premios internacionales recibidos gracias a Transmilenio, que incluso está siendo copiado por otras ciudades del mundo?  Pues todo eso no lo desconozco; solo que ello poco importa cuando se está con la cara aplastada contra el cristal de la puerta del bus de la ruta alimentadora 9-3 (Bosa- Libertad), a eso de las 6: 15 de la mañana de un martes cualquiera.

 

 

 

 

 

 

 

 

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