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Todo bogotano –soltero y/o casado- que se precie de aventurero debe ir a La Piscina. Todo habitante de la capital (vernáculo o inmigrante) que ame la vida nocturna tiene que sumergir sus ojos en las cadenciosas ondas de esa pileta aderezada con mujeres de aquí, allá y acullá.

Si uno para afrontar las peripecias de la vida debe leerse “El Quijote” y si todos los mortales para no morirnos ante la adversidad del destino debemos devorar las páginas de “Robinson Crusoe”; entonces todos los hombres (no es un silogismo), para conocer los complejos alcances de la psique humana, debemos ver “El Padrino” de Coppola e ir, así sean una sola vez (en la adolescencia, adultez o senectud), a un burdel. ¡Herejía! ¡Sacrilegio! ¡Apostasía! gritarán todos los lectores beatos y mojigatos e ¡Inmoralidad!  ¡Obscenidad! e ¡Impudicia! serán los probables cargos denunciados por un alto porcentaje de “gente de bien” para los que la decencia nunca debe escasear en la boca y en la pluma de un caballero.

¿Cómo así que en el tiempo.com están invitando a los colombianos a pasar por un prostíbulo? preguntarán cautos e incautos… ah, porque hay que aclarar: “La Piscina” es una casa de citas como dirían nuestros abuelos o un night club como afirman los jóvenes de hoy día; sitio aquel en donde una pléyade de féminas, con un aire totalmente democrático (allí los feos también tienen cabida si tienen $3000 para comprarse una cerveza, que es el costo de ingreso al lugar), departen con la clientela visitante momentos de solaz; sea tertuliando sobre temas varios, bromeando acerca de nada o entrando en evidentes juegos de mirada que, no todas las veces ni en todas las ocasiones, acaban en las consabidas faenas del segundo o tercer piso de ese lujurioso establecimiento que pomposamente muestra su derrière a todos los pasajeros que de lunes a viernes pasamos por la céntrica estación de Transmilenio bautizada como “Calle 22”.

Que la zona de tolerancia del distrito capital está expuesta a los ojos (inocentes, decentes e inmorales) de la niñez, de la juventud y de la ciudadanía en general es una perogrullada y que los viernes de quincena la localidad de Santa Fe se atiborra de varones de todas las condiciones y estratos (desde obreros de construcción, hasta ejecutivos; pasando por oficinistas y estudiantes) es otra verdad que esos “viejos lobos de ciudad”, los taxistas, saben. Realidad que es transmitida en el gremio de conductores públicos de generación en generación y que les hace comunicar (casi con mayor velocidad que las operadoras de radio taxi) toda la información de los lugares de lenocinio de la localidad No. 3 de Bogotá en la que la oferta sexual (“pornoerótica” como la llama mi parcero Jorge) es tan variopinta como insólita: desde etairas costeñas, hasta transexuales chapinerunos; desde meretrices llaneras, hasta drag queens de cuna incierta; desde prostitutas del Pacífico, hasta transformistas sin nombre; desde homosexuales calentanos, hasta gays irredimibles (así, inclusive, se lo gritan al mundo); en fin: toda una gama de opciones que, como en botica, se presentan –a veces de una forma abrupta; sin etiqueta ni anestesia- para dar y convidar: para gustar, degustar o rechazar.  

Claro que a estas alturas del partido ya me estoy arrepintiendo de la invitación; ya veo la andanada de críticas y comentarios agresivos por lo escrito; pero al recordar como poetas en particular y literatos en general fueron salvados de las aguas de la desesperación por “mujeres de la vida alegre” que, quizá por llamarse así, les mostraron que no todas las veces el camino que parece correcto lo es y que hasta en la miseria existe belleza.

Cierro con lo que debía empezar: con una somera descripción del acuático sitio que si bien no tiene el farolito rojo que caracteriza a esos lugares en los pueblos; si tiene abundante luz neón y un pasillo de entrada revestido por espejos inquisitivos que les hacen sentir a los paseantes curiosos (herencia española) un simbiótico sentimiento que oscila entre la culpa y la emoción que se acrecienta cuando el túnel de acceso desemboca en un salón con diferentes ambientes en el que mujeres y hombres vuelven trizas el secreto de los sexos y en donde aparece una pequeña piscina (la única sorpresa de mi visita) que está rodeada de mesas, la zona VIP, destinadas para los clientes que tienen con qué pagar licor caro y –sobre el estanque- se avista una pasarela que permite que una rubia peliteñida y de pechos postizos brinde un esforzado espectáculo similar al de los grilles de Hollywood; función que, una vez finalizada, logra el delirio de la concurrencia que parece irse encima de la dama que sale rodeada por cuatro descomunales guardaespaldas y forrada en una bata de boxeador de la que exhala polvos de tocador francés…

Hasta ahí mi relato; no escribo más; espero con estoicismo sus opiniones…

 

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