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Es uno de los sectores más temidos y, a la vez, más visitados del país. San Victorino, para decirlo sin rodeos, es la ‘olla’ más comercial de Colombia. Pero ¿qué tiene San Vitor que lo hace tan atractivo para los comerciantes? “¡De todo!” me decía mi amigo Carlitos que fue quien me enseñó las bondades del populoso sitio por allá en los meses finales del año 99.

 

La mejor definición del sector es la que lo parangona con un bazar y la más acertada comparación es la que lo asimila con un mercado persa; pero advirtiendo que en dicha plaza pareciera que no hubiese vendedores corrientes sino que todos hubiesen hecho un curso intensivo para graduarse de turcos: la mayoría son maestros del regateo; de las cuentas rápidas, del arte del descuento y la rebaja que, en últimas, no es más que un protocolo de venta en el que el cliente se va contento con “la atención” del buen precio conseguido y el mercader de ocasión queda satisfecho porque ha cumplido la regla de oro de San Victorino (que es la misma del marketing moderno): “vender barato; pero vender más”.

 

Dos cosas impresionan de esta zona de transacción: la primera es que cuanto más peligrosa sea la calle, más económica es la mercancía (sin desmedro de su calidad) y la segunda es que la apariencia de todo el sector varía según sea la época del año: en enero y febrero es la papelería más grande de la capital porque allí se consigue “todo pa’ el colegio de los chinos”; en marzo, abril y mayo los días de la mujer, del niño y el mes de mamá son los que imponen el surtido de los negocios; en junio llegan los treinta días para que “le lleve algo al rey de la casa”, tal como lo promocionan los persistentes voceadores del lugar… Así hasta octubre en donde el pagano espíritu de Hallowen invade las ocho manzanas del sector que poco a poco empieza a mudar su ropaje por el que le mejor le queda: el de miscelánea decembrina en el que en casi todos los almacenes se consigue desde una aguja capotera para la abuela que está en la ciudad de visita de fin de año, pasando por el play station (o el x box) que el niño Dios le trae a los niños ó el discman de aguinaldo para la prima melómana que vive en Cali, hasta llegar a ‘la pinta’ (el estrene) que solemos ponernos los 24 y 31 de diciembre. Todo esto, obvio, sin olvidar las infaltables anchetas compuestas por el dulzón vino marca Moscato Pasito y las delgadas galletas Caravana.

 

Claro que las distintas estaciones comerciales del año no impiden que existan subsectores especializados en distintas mercaderías: los “madrugones” textiles son propios del Centro Comercial “GranSan Victorino” que hizo que los bogotanos compraran sus atuendos en la vecindad misma del macabramente exterminado “palacio del cartón” y del bazuco que era el Cartucho; por ahí mismo se consiguen desde tenis Croydon (los propios para jugar micro) y ¡quien lo creyera! calzado colegial “Verlon” en las enmohecidas zapaterías de la calle novena y todo en estufas, coladores, ollas a presión, platos, platones, baldes y cubiertos en la treintena de sucursales de Vaniplax e Imusa que hay sobre la carrera 11 entre calles 10 y 11. Pero si lo que quiere adquirir son cobijas, edredones, almohadas ó simplemente un yin y una chaqueta de cuello de oveja, lo que debe hacer es dirigirse a los súper almacenes que bordean el costado occidental de la maravillosa carrera décima o, en su defecto, acudir a las atiborradas bodegas ubicadas unos pasitos más abajo de la remozada Plaza de la Mariposa.

 

Ahora, si de lo que se trata es de hacerse –al menor precio posible- al libro “La insoportable levedad del ser” de Kundera no lo piense más y baje hasta el “sótano del usado” instalado al otro lado de la calle de la librería Panamericana y si su querer es comprar todas las sorpresas y juguetes para la fiesta de cinco años de si hija, pues lo que debe hacer es entrar en las piñaterías de la 12 con 12 ¿Qué otras cosas puede conseguir en San Victor? Fácil: un raponazo pendejo, un champú de pueblo (sus andenes nunca están desocupados); todo el ajuar de matrimonio o de primera comunión en el antiquísimo Pasaje de las Mercedes; pares de medias a 1.000 pesos; dos pantaloncillos por $ 5.000, la herramienta de primera más barata del planeta (desde llaves coreanas, destornilladores chinos y pinzas taiwanesas ¡hasta hombresolos de Singapur!) y la herramienta de segunda mejor robada de Bogotá y cobradas en los grasientos puestos de los reducidores a precios de huevo (¡hay que ver los precios de los gatos de zorra revendidos en el sector y hay que irse de espaldas por lo que cobran por un juegos de copas inglesas!).

 

Ese es San Victorino: un mundo paralelo, subvertido y hasta cierto punto subversivo en donde coexisten colombianos de todas las regiones que labran sus pequeñas fortunas en sus improvisados toldos o amasan sus millones en los ostentosos establecimientos del sector; pero un lugar en donde también se dan cita –desde la madrugada hasta bien entrada la noche- gentes de todo el distrito y el país que todos los días ingresan a esa gran carpa sea para comprar un simple tarro de colbón, para cotizar un radio transistor que le haga compañía en el estadio, a adquirir cuarenta docenas de gorras para negocio ó –sencilla y llanamente- para  recargar su rehusado cartucho de impresora.

 

Así es esta meca de los abalorios de bisutería barata; así es esta fuente de santo desconocido donde abundan cartillas “Nacho Lee”, afiches de Raymundo y todo el mundo y esferos Lamy chiviados: así es esta gran plaza comercial que cedió su nombre a la telenovela de Carlos Duplat titulada “Los Victorinos”. Así es este caótico y vivaracho grupo de calles cuyo chiste más famoso es que dice ¿sabe por qué a Millitos le dicen San Victorino? “Por qué” -responde el ingenuo de ocasión- ¡Pues porque nunca pasa de la trece!

 

… Esto y mucho más es este sector, tanto así que es imposible que no quede rondando la pregunta en el ambiente: Y tú, ¿qué sabes de San Victorino?

 

 

 

 

 

 

 

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