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Uno de los placeres de tener un blog es poder escribir en el mismo lo que se nos de la gana y hacerlo cada vez que queramos; sin embargo no todo es color de rosa: los insultos, las críticas lapidarias y los ensañamientos de ciertos lectores virtuales con el contenido de las tiras semanales y, lo peor, con la imagen de quien esto escribe hacen de esta tarea una labor agridulce; unas veces se está feliz con el producto parido en la madrugada (siempre escribo mi columna entre 4 y 6 AM; antes de salir a mil pal’ trabajo) y en otras oportunidades la sonrisa se desdibuja en el rostro cuando pasamos los ojos por las intolerantes opiniones on line de los visitantes de eltiempo.com.
 
Claro que yo no escribo para que me elogien y tampoco dejaré de hacerlo porque me critiquen; las opiniones son eso: expresiones subjetivas y como tal están cargadas con juicios de valor que pueden ser justos o injustos ya que son emitidos con arreglo a miradas e intereses particulares. Cada lector tiene su ángulo de visión (perspectiva) que debe ser respetado con férrea voluntad ya que en eso descansa el oficio del periodismo y de la democracia en general: la libertad de expresión. De tal suerte que yo no hago censura ni siquiera de los improperios que recibo en mi blog ya que los concibo como una genuina manera de manifestar sentimientos, tal vez represados, tal como acontece en los estadios de fútbol cuando personas aconductadas y respetables acaban descargando epítetos impublicables sobre el árbitro, la policía y los jugadores con lo cual hacen una especie de catarsis de su alienación semanal. Así que ¡bienvenidos los estresados a mi columna que no tengan plata para comprar el boleto en el Campín!
 
Ahora si al asunto central de este post: el sábado pasado visité, luego de un bimestre de receso, el populoso sector del centro comercial Plaza de Las Américas. El escenario era el mismo de siempre: las discotecas con sus sicodélicos avisos de colores fosforescentes y sus vehementes voceadores sobre la Avenida Primera de Mayo; los chuzos de venta de arepas, hamburguesas, perros y pizzas alternado con dichos bailaderos; los mercachifles que le hacen calle de honor a los consumidores de rumba a la vez que ofrecen en grandes láminas de icopor CD’s piratas, hebillas, gafas y llaveros y uno que otro local con cabinas telefónicas y ventas de minutos a celular. Claro que el centro comercial tiene su propia oferta de mercancías y servicios; entre estos últimos sus salas de comida y de cine que riñen con los comederos y las salas Múltiplex que hay afuera de Plaza y enfrente de Mundo Aventura.
Todo ello rematado por los amoblados (eufemismo cachaco que en jerga popular se traduce como ‘desnucaderos’) del otro lado de la vía y vigilado por el luctuoso edificio blanco de la funeraria “El apogeo” cuyos dolientes constituyen, junto a los efusivos rumberos, el mejor contraste de emociones que se pueda hallar hoy por hoy en Bogotá: en esa zona rosa de la capital del país es donde, sin lugar a dudas se citan todas las noches Eros y Tánatos; los dioses del amor y la muerte. Sin embargo, abandonando de un plumazo la solemnidad griega, reitero que todo el paisaje urbano que vi la pasada noche sabatina estaba tal como dije al principio de este relato: lo mismo que antes. Quizá las únicas diferencias que noté fueron la apertura de nuevos negocios de rumba en el costado sur de la Primera de Mayo y el considerable aumento de vendedores ambulantes.
 
Otra vez observé las tradicionales manadas de mujeres adolescentes buscando las cortesías de licor (los cócteles de Narancon aperitivo de aguardiente) de cuanto establecimiento musical exista; tales féminas ingresan a esos locales, se instalan en cualquier mesa, inspeccionan el personal masculino visitante y si no hay nada que les interese –ni nadie que las saque a bailar- emigran a otro negocio. Claro que también hay grupos de hombres que hacen lo mismo; pero casi todos son adolescentes, colegiales o de primeros meses de universidad. En esas búsquedas informales no hay tipos asalariados ni empresarios: ellos van con su presa lista de antemano y no se desgastan en cacerías juveniles que vienen bien, para afilar técnicas de abordaje, pero una vez al año y nada más.
 
Pero aparte de esas chicas de ocasión y de juerga espontánea (de las que se le vuelan al papá, al novio o al marido) también las hay de programa profesional completo; es decir las que van religiosamente todas las noches o todos los fines de semana (mejor si es quincena) y buscan satisfacer sus propios deseos personales trabando relaciones momentáneas con desconocidos (algo así como múltiples citas a ciegas) y las que toman el goce como un trabajo; en otras palabras, cobran por sus bailes, sus compañías y su intimidad compartida. Son una suerte de damas de compañía en circulación dentro de las que hay una que otra delincuente acompañada de cómplices criminales…
 
A propósito de crimen en ese kilómetro cuadrado de ciudad si que lo hay, así no se note. Para enterarse de lo que pasa allí no necesita ver noticias Caracol ni RCN (allí nunca muestran nada), sino subirse a un taxi: los conductores le contarán de las últimas sucesos; les dirán cómo la última banda violó a una bella mujer que sola y con tragos en la cabeza, abordó en la madrugada un taxi fantasma (ilegal) que unas cuadras más adelante paró con el objeto de que secuaces del chofer subieran a hacer de las suyas; sabrá de los niños que se prostituyen en la pared norte de la funeraria; conocerá de los bandidos de la escopolamina y del chalequeo y tendrá claro a cuantas calles están acechando las pandillas de amigos de lo ajeno… Total, en un carrito amarillo recibirá un parte de seguridad y orden público de la populosa zona y eso, estoy seguro, no lo espantará porque todo bogotano (y por extensión todo provinciano residente aquí) es propenso al masoquismo; al vértigo de adrenalina que rodea al peligro; además UD. nunca desechará ese sitio porque es muy bacano, muy generoso en posibilidades de diversión y –así suene contradictorio- muy seguro dentro de lo inseguro.
 
Lo que acabo de afirmar se comprueba al detectar que no hay un sitio del distrito ni del país al que asistan tantas personas con el objeto de pasarla bien sea viendo una película, cenando, danzando; coqueteando, fornicando y/o amando. Plaza de Las Américas es una Sodoma que alcanzó inmunidad frente a decisiones divinas (alcaldadas para mayor claridad) que limiten y eviten su lujurioso trasegar viernes tras viernes.
 
Mejor dicho, si sumercé –amable lector- la quiere pasar del carajo vaya allí y métase a callejuelas como la promocionada “Cuadra Picha” o a sitios como “Café y Son” (y esto no es una cuña) que parecen un garaje (casi un hangar) que con estilo traqueto presenta a los clientes en dos pisos y tres niveles de edificación, tres pistas de baile y media docena de balcones atendidos por diligentes meseros que se quedan con el cambio pero lo hacen sentir el rey o la reina de la noche y que ataviados al estilo “Rebelde” (con corbata desarreglada sobre camisa blanca) revoletean de mesa en mesa viendo como progresivamente el lugar se llena de modernos hedonistas que en masa se bailan, con la necesaria gritería de los DJ’s, desde un vallenato hasta un ritmo Hip hop; desde una guascarrilera hasta un reguetton…
 
Por el taxi no se preocupe, allí encuentra hasta el amanecer; claro que por buseta tampoco ya que toda la noche una flota de estos vehículos públicos presta guardia para recoger a los valientes borrachitos nocturnos. Y lo mejor de todo este asunto: el programa se puede hacer de $25.000 para arriba; como quien dice: toda una ganga que no justifica el desprograme de quedarse en casa viendo novelas.
 
Entonces, no lo piense más ¡Tómense la calle y disfruten!!!

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