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Escena uno: un rostro levantado al cielo parece reclamarle a Dios por ese sufrimiento, mientras el resto del cuerpo se voltea y falla un derechazo en la iracunda cara del ofensor; sin embargo el puñetazo pega en el cuello y provoca el comienzo de una pelea en la que se acabaron los insultos verbales y se dio paso a la «ley de los golpes». La multitud (unas cien personas que hacían la desordenada fila de ingreso a la ruta alimentadora) se portó como suelen portarse las multitudes: formaron corrillo y azuzaron a uno y otro mientras que unas voces sensatas, todas de mujeres, reclamaban la presencia de la policía que -como siempre- tardó en llegar en la forma de un agente bachiller. Desde el bus en movimiento divisé a los dos hombres: uno lucía impecable traje de paño negro (el que había jalado al recién subido al bus, reclamándole el golpe recibido en el rostro con la maleta) y el otro pantalón de pana café y saco gris. Los dos parecían oficinistas, los dos eran -sin duda- asalariados, hombres honestos, trabajadores; seguramente padres de familia, de esos que aleccionan a sus hijos en buenos modales y de huir de la violencia y de «contar hasta diez» en caso de iras profundas… no obstante ahí estaban: como dos bárbaros, enzarzados en una disputa absurda y siendo objeto de morbo y de burlas.

La verdad, me vi reflejado en ellos: unos minutos antes por poco me veo envuelto en una pelea similar cuando un hombre me empujó violentamente por no dejarlo ingresar cuando el transmilenio ya cerraba sus puertas. El individuo logró ingresar, muy a mi pesar -en ese momento-, pero saqué un inusitado repertorio de vulgaridades que hizo ruborizar a mi esposa que estaba a mi lado y con quien mantenía un disgusto ¿Me habría liado a puñetazos con ese hombrecillo? Seguramente. Me salvó la rapidez con que las puertas neumáticas del articulado se cerraron… Pero el episodio de los dos hombres en el Portal de las Américas no acabó allí: en el bus verde se formó un juicio informal, unos defendían al hombre gordo de saco «él no quiso pegarle con la maleta, fue involuntario, el man de paño fue el alzado» y otros bogaban por el flaco de traje entero «a cualquiera le da piedra que se le suban así, cascándole a uno en la cara», «¡Pero quién los manda a quedarse como marmotas en la puerta!» terció alguien de más adelante, «¡Pero no todo se puede resolver a golpes!» indicó indignada una señora parada delante del puesto que compartíamos con mi esposa, de pronto una voz atronadora nos calló a todos por su carga de violencia «¡Ya cállense! ¿Acaso van a arreglar lo que pasó desde aquí?» El mensaje era sensato, pero el llamado de atención no distaba mucho de los gruesos modales asumidos instantes antes por los dos boxeadores de ocasión. Todos obedecimos. Con rabia, pero obedecimos.

Escena dos: después de 20 minutos de espera, en la que consulté veinte veces el reloj, al fin apareció la ruta que me servía (un súper expreso F62). La ira iba en aumento dentro de mí  por una reflexión sencilla: si me hubiese subido en un «lechero» (la Ruta Fácil que para en todas las estaciones) me rendiría igual, descontada la espera. Sobretodo cuando tuve que abrirme paso a empellones y codazos para adentrarme veinte centímetros en el interior del bus, rogando que el cierre neumático de la puerta me ayudara a empujar la masa humana que impedía mi acceso sin machucar mis brazos. Las dos hojas cerraron pero, antes de que el móvil rojo se pusiera en marcha, unos gritos hicieron que el conductor abriera el trío de puertas dobles:

¡Qué le pasa gran %$?!ª=?’&, Respete!
–¡Más &´ç*%$•» será usted, vieja pendeja!
¡No se meta con mi mamá cucho *^`!/%&$•!

La nueva pelea, a la que asistía en menos de 24 horas, era protagonizada por una madre, su hijo y un señor de corta estatura que fue abofeteado sin misericordia por la señora que lo acusaba de empujarla para meterse al bus antes de que éste arrancara. El niño, de unos catorce años, había intervenido para defender a su mamá de los empellones que el agobiado señor le daba a su progenitora; defensa adoptada para defenderse de la dupla de manos, armadas de filudas uñas, con que la señora lo atacaba. Ante el griterío apareció ¿adivinen quien? Un policía bachiller que los condujo sin problema a través de la estación hasta dónde su superior. Con el bus en movimiento vi a los tres involucrados con la cara gacha como lamentando que el hecho hubiera ocurrido. No parecían, de veras, gentes de pelea. Simplemente eran víctimas de las circunstancias. Frase de cajón, es cierto, pero no por ello exenta de verdad

Reflexión: nos ha costado, a los bogotanos y a los que vivimos en esta ciudad, adaptarnos al ambiente de los sistemas masivos de transporte. Todavía escuchamos -y a veces caemos en la trampa- de añorar los beneficios de las busetas. Cierto es que buses, busetas y colectivos tienen ventajas: nos dejan donde queremos (bueno, cuando el timbre sirve y cuando el conductor está de «buenas pulgas), nos recogen en cualquier esquina (siempre y cuando no vayan llenos, ni de afán) y hasta nos rebajan el pasaje; pero a ese ritmo la ciudad la ciudad sería hoy un caos inmanejable. Transmilenio no fue «el amigo que nos cambió la vida», pero alivió la situación. Sin él sería imposible llegar en una hora desde mi casa, en Bosa, a mi trabajo en la Autonorte con 183; sin él los trancones serían -de veras- el doble de monumentales. Sin él los discapacitados sencillamente no tendrían oportunidad de pensar en desplazarse en transporte público. Con Trasmilleno la ciudad luce más ordenada y limpia, ejemplo: La Caracas (¡Por Dios, ojalá no sea mera percepción subjetiva!). Cierto es que el sistema tiene fallas gruesas: las horas «valle», dada la reducción de automotores, son tan sufridas como las «pico»; la oferta de rutas alimentadoras es bajísima en horas pico y eso origina diariamente grescas como la descrita en la escena uno. El pasaje se me antoja, no solo a mí, carísimo y el servicio es monopólico. Bogotá urge de otros complementos como el cacareado tren de cercanías y el lejanísimo metro. Fuera de eso, todavía no se ha logrado un óptimo sistema de venta de pasajes y eso provoca filas interminables en las estaciones frente a las taquillas. Como si fuera poco, los torniquetes de acceso fallan con mucha frecuencia y el personal de TM entra en la histeria de los usuarios creando rifirrafes innecesarios.

Propuesta: ¿Por qué se dan tantas y tan repetidas peleas en los portales y estaciones? La respuesta no es de genios y se cae de madura: por la disputa por las pocas sillas. Los bogotanos madrugamos tanto y trabajamos tanto, que vivimos cansados y añoramos la anhelada silla roja. Por eso estamos dispuestos a portarnos como animales con el lema de «más vale una ruborizada, que una aguantada de una hora en pie». Por esa silla, jóvenes indolentes se cuelan en las filas de acceso (se meten por los lados); por esas sillas, a la hora de abrirse las puertas del bus vacío, parece que se diera el pitazo de avance de una final de «súper bowl»: todos se empujan, no importa si hay ancianos ni mujeres embarazadas. He visto casos como el de la señora que se negaba a pararse de las piernas de un muchacho alegando que «ella había llegado primero; además él era, por juventud, el que debía ir de pie». Por otro lado, está el asunto de los que fingen dormir o no se inmutan ante personas que -de veras- necesitan las sillas ¿QUÉ HACER? La solución es más fácil de lo que parece: SUPRIMIR LAS SILLAS. Sí, así como lo leen. Sin sillas ¿para qué pelea? ¿Qué importa entrar de primero o de último? ¿Y las mujeres embarazadas, y los ancianos y los niños? Para ello habría buses exclusivos con sillas (con un color distinto) y/o habría el chance de los servicios de «Ruta Fácil» que seguirían operando ¿Qué opinan?

 

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