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Estamos de plácemes: celebramos medio siglo de existencia en Colombia. Cincuenta años en los que hemos encarnado el ingrato papel de herejes al criticar retrógradas políticas de estado y al denunciar las perversas parapolíticas que han asolado al país desde la muerte de Bolívar. Pero en los que también hemos concebido y apoyado iniciativas gubernamentales que consideramos equitativas, justas y respetuosas del desarrollo humano. Diez lustros produciendo incomodidad a unos pocos e ilusión en los corazones de muchos. Cinco veces diez años siendo la piedra en el zapato de los poderosos y oficiando como trinchera de los desposeídos.

Desde 1959 la sociología nacional cargó sobre sus hombros una responsabilidad adicional a las pensadas por Comte y Spencer en el XIX: visibilizar arbitrariedades de todo tipo -provengan de donde provengan- y vindicar gestas humanas sin distingos de origen, con todo y que siempre esta ciencia social ha mostrado preferencia por las de estirpe popular. Esa tarea de más fue inevitable: ¿cómo hacer vista ciega ante el caudal de inequidades que son pan de cada día en nuestro país? Claro que esa misión no fue excluyente de Colombia. Las sociologías de América Latina respiraron una dinámica parecida.

Celebramos bodas de oro en y con el país. Cinco décadas de propositivo trasegar construyendo nación; pero no la nación utópica de Tomás Moro (tan vilmente manoseada por la prosa escatológica de José Obdulio Gaviria), ni la mafiosa de Pablo Escobar, embelesada por «los espejitos» del lujo y la apariencia; ni la refundada por Mancuso, Jorge 40 y Don Berna, en compañía de varios ilustres parlamentarios, en la que la motosierra y el unanimismo son ley. Ni la anestesiada por el temor en tiempos de Álvaro Uribe Vélez (AUV); sino la deseable y la posible: la del campesino que se niega a desaparecer y saca al mercado una nueva cosecha, desafiando el capitalismo salvaje y preparándose al embate del seguro TLC; la del palenquero que, a pesar de la no superada discriminación, se sabe tan colombiano como afrodescendiente; la del u’wa que palpita con su terruño y que agradece  que los «padres de la patria» valoren más su simiente que los barriles de petróleo que abonan su territorio; la del desplazado que rompe la cifra estadística que lo identifica y sueña con regresar al rancho de su pueblo; la de la mujer violada que recupera la fe en la especie humana con el crecimiento de sus hijos; la del hombre rehabilitado del crimen y de las drogas que regresa a la calle con la meta  de pagar una deuda social, con la generosidad de su proceder. La del homosexual que decide no regresar al closet a la mañana siguiente.

La sociología no es una carrera. Tampoco es una profesión. Es una disciplina que invita a ver la vida de manera desprejuiciada, a renunciar a los dogmas de la moral y a las doctrinas de pensamiento totalitaristas. Es una filosofía que fomenta el disenso y la controversia como laboratorio de ciudadanía. Por ello las sociólogas y los sociólogos somos defensores de la justicia efectiva que obra con arreglo al debido proceso y que no distingue estratos ni abolengos, en la que todos somos inocentes hasta ser vencidos en juicio. La de la sociedad que considera sagrada la vida, rechaza el asesinato como mecanismo legal y fomenta el camino del diálogo, de la concertación, de la justa negociación, del arrepentimiento, del perdón. De la sociedad que antepone democracia a sensación de seguridad y paz a guerrerismo.

Media centuria lleva nuestra sociología creyendo en los colombianos y contribuyendo a que sus esperanzas se materialicen en hechos concretos. En políticas públicas. Toda una vida reflexionando sobre las cuitas nacionales sin descuidar la gestión de medios y la generación de posibilidades para que niños, mujeres y hombres, compatriotas todos, entendamos en qué país vivimos y asumamos un rol protagónico en la historia, nuestra historia.
 
50 años propiciando debate sobre lo urgente y sobre lo importante: sobre la guerra interna, el narcotráfico, la corrupción, la impunidad, el clientelismo y la alta política; pero también sobre la idiosincrasia, el folclor, las fiestas, el sexo, las expresiones culturales, el arte, la educación, la religión, la economía; además de recientes temas como la moda, la gastronomía, las nuevas tecnologías y el deporte. Reflexiones vertidas desde la academia, con una alta convicción práctica; muchas de ellas expresadas pese a la antipatía gubernamental y la oprobiosa indiferencia estatal.

Festejamos cincuenta años sin la valiosa presencia del maestro fundador, Orlando Fals Borda, a quien la Nación le debe un reconocimiento público ya que el Estado, a instancias del gobierno de turno, optó por el doloroso silencio. El uribismo prefirió refugiarse en la soberbia de su doctrina antes que mostrarse consecuente con la obra de vida de éste sentipensante que revolucionó la mirada de los científicos sociales del mundo con su método de la Investigación Acción Participativa. Nos abrazamos en el ágape, pero sentimos la ausencia de Eduardo Umaña Luna, el otro fundador y co-autor (junto al padre Guzmán) de ese libro insignia de las humanidades que fue «La violencia en Colombia».

Nuestro aniversario está empañado por obra y gracia del estigma presidencial que ha sido reproducido por la mayor parte de los medios de comunicación y cuyo corolario es: «la sociología fomenta el terrorismo». Palabras más, palabras menos, eso fue lo que dijo AUV en el pasado Concejo comunal. Revisen la cinta y verán. De ahí que me anime a decir que soy sociólogo, pero no soy terrorista ni guerrillero disfrazado de civil, otro de los malintencionados eufemismos del régimen.

La violenta detención del profesor de la Universidad Nacional, Miguel Ángel Beltrán, no puede ser más diciente: con ella se ratifica el odio visceral del actual gobierno contra todo aquel que le contradiga. Había que echarle mano de manera fraudulenta y con show de por medio. Eso da puntos en las encuestas y favorece votos en época de reelección. El profesor Beltrán ya es criminal sin haber sido procesado: es sociólogo. Ya Correa de Andreis, había sido asesinado, en 2004, por su profesión. He ahí un ejemplo de la horrible noche que atravesamos. He ahí la tragedia del estado de derecho refundido en estado de derecha. 

Cierro con la paradoja. No deja de sorprender que una disciplina a la que se atribuían bondades casi mesiánicas: los sociólogos nos salvarían de las catástrofes sociales, al anticiparlas, esté condenada al estigma de la maledicencia y la negación por pregonar un derecho natural hoy en extinción; la esperanza. Esa es la hecatombe.

 

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