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He escuchado con atención la controversia suscitada en torno a la reinstalación -o no- de las mallas en los estadios que fueron sede del Mundial Sub 20 que finalizó el mes pasado en nuestro país. Vale decir que, en principio, ha triunfado la posición de mantener los coliseos futboleros sin división alambrada entre las graderías y la cancha de juego. Sin embargo, el debate no se detiene y en él pueden identificarse dos grupos con posturas antagónicas: los que bogan porque regrese la malla metálica y el alambre de púas argumentando que «no tenemos la cultura de los ingleses para ver fútbol sin incurrir en actos de violencia» y los que arguyen que no deben volver ya que «demostramos -con la realización del Mundial- que alcanzamos el grado de civilización suficiente para sabernos comportar en un espectáculo público».

En Medellín el alcalde y el director del Inder expresaron al unísono que «la sociedad antioqueña tiene el grado de civismo necesario para controlar sus pasiones al momento de acompañar a sus equipos en el Atanasio Girardot»; lo mismo hicieron la alcaldesa encargada de Bogotá y la directora del IDRD que no fueron tan lejos en su optimismo y dieron un margen de espera para decidir si instalaban algún tipo de división (se mencionó un acrílico transparente como el que actualmente está en «La Bombonera» de Buenos Aires) en el Nemesio Camacho «El Campín». Fue de esa manera que los mandatarios locales de Cali, Barranquilla, Cartagena, Manizales, Armenia y Pereira adoptaron la misma medida que ya superó su primera prueba de fuego: el clásico regional en el Pascual Guerrero entre los ‘diablos rojos’ de Cali y los ‘verdolagas’ de Medellín.

¿Qué tanto durará la medida? ¿Se reversará ante el primer desmán, ante la primera invasión de cancha de los aficionados? ¿Resistirá un duelo Millonarios- Nacional en el Campín? Todo parece indicar que así como operó el contagio para que no hubiese mallas, bastará que un solo alcalde opte por levantarlas de nuevo, para que los demás lo sigan: no olvidemos que los políticos son el estamento más gremial que existe («todos se tapan con la misma cobija») y nadie está dispuesto a pagar en solitario los platos rotos.

Al principio del artículo se relacionaron las dos tendencias más repetidas para justificar o fustigar el cerco alambrado en las ocho canchas mundialistas. Ellas son diametralmente opuestas: una nos califica como un país bárbaro, como una sociedad de salvajes que no conoce de civilización y la otra se extraña de que no reconozcamos los progresos culturales de Colombia que permiten confiar en la buena conducta de todos nosotros, sus ciudadanos. Para este segundo grupo «si existen brotes de violencia es porque todavía hay unos vándalos, desadaptados, que son minoría frente a los buenos que somos más». Y rematan ese diagnóstico con esta fascista sentencia: estos maleantes deben ser enjuiciados por terroristas y pudrirse en la cárcel porque son la escoria de la sociedad.

En ese maniqueísmo las ligas inglesa, española e italiana son referentes de lo imposible que es, para el primer grupo, tener estadios en paz ¿Cómo es posible pensar que eso lo podamos lograr en una nación asolada por la guerrilla, los paramilitares y las bacrin?); mientras que los segundos expresan que tener hinchas a veinte metros del campo de juego sin que haya desórdenes, es tan posible de lograr como las muchas cosas que, pareciendo imposibles, hemos conseguido como sociedad. «Los colombianos somos unos berracos» afirman como un mantra y lemas como el de «Colombia es pasión» y el «peligro es que, al visitarla, te quieras quedar» son aportados como prueba reina a la causa.

No obstante el enfoque de una y otra postura parte de una falacia: la civilización (y la barbarie) no se puede medir con el comportamiento de los hinchas en los estadios. Si eso fuera así podríamos, antes del Mundial, hablar de una mejoría en el comportamiento de nuestros hinchas que prácticamente no incurrieron en hechos violentos dentro de los estadios. La razón de ello no fue porque «se concientizaran», sino por la fuerte represión y vigilancia dentro del Campín, el Atanasio, el Pascual y el Metropolitano. Cuerpos especializados de policía (montada y antidisturbios del ESMAD) han estado controlando las inmediaciones e interior de esos estadios y así los barristas se lo piensan dos veces antes de protagonizar riñas delante de la ley. Esa es la razón para que los estadios se hayan pacificado y la violencia se traslade a los barrios y las carreteras. Como se ve, nada de civilización y si mucha policía.

Lo mismo pasa en Londres, Madrid, Roma y las demás canchas de Europa: no es que cada aficionado sea más «gentleman», sino que arriba, a los lados, al frente, atrás hay -además de gendarmes y policías de civil y uniformados- muchas cámaras y el que sea agarrado en reyerta (o que ingrese al campo) es fácilmente identificado, atrapado y castigado con duras sanciones punitivas (y algunas verdaderamente aleccionantes como quedar vetado, de por vida, para asistir a la cancha teniendo que presentarse a la estación de policía más cercana cada vez que haya partido). De esa manera se han híper-pacificado esos estadios. Repito: no es que los del Viejo Mundo sean más refinados, es que no son idiotas. Así cualquiera se queda quieto.

Para mayor ilustración, recomiendo ver la película «Green Street Hooligans» (2005). Basta de tonterías pegadas con babas. Por eso, si me lo preguntan, prefiero que evitemos desilusiones infundadas (por injustas) y nos sigamos considerando «bárbaros» trayendo de regreso las mallas. Con los alambrados se reducirá el efecto del «Gran hermano» (nada escapa al ojo de la cámara de vigilancia), aminorarán los gastos, tendremos menos policías en las canchas y volverá el jolgorio de trapos y banderas colgados en las rendijas de las mallas lo cual es una puesta en escena más propia y no ese refinamiento ficticio que bien impostamos en tiempos del Sub 20, pero que es hora de enviarlo de regreso a Zúrich. 

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