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Sigo en Rio de Janeiro. Aquí estaré cuatro años. Pretendo hacer un doctorado en antropología que me ayude a comprender el deporte, especialmente el fútbol ¿Merecen esas prácticas un posgrado? ¿Y en el extranjero? Quizás no. Quizá sólo sea -como decían mis compañeros de la U parafraseando a Marx- un lujo pequeñoburgués. 
Lo más seguro es que esté buscando un pretexto para mostrar que sigo estudiando, mientras no paro de ejercer el voyerismo por las pelotas. Seguramente lo que estoy haciendo es encubrir mi debilidad por esa banal actividad, con el ropaje prestigioso de la academia. Lo burdo solventado por la falaz sofisticación. 
Quizá sólo aprovecho una beca en Brasil para experimentar el frenesí de los torcedores del Flamengo o la intensidad de su rivalidad con Fluminense. Tal vez sólo quería visitar la cancha del San Januario (estadio del Vasco da Gama), construida en medio de una favela o solamente deseaba ver al holandés Seedorf vestir la camiseta que Garrincha hizo brillar en su feliz pasado con el Botafogo. Puede ser. No lo niego a priori. Imposible desmentirlo. Quizá  primó el deseo de hacer una pasantía futbolera en la patria de Pelé y Neymar y tuve la suerte de hacerla pasar como un proyecto de investigación. Definitivamente, soy un tipo con suerte.  
¿Y si me divierto y a la vez produzco algo? Eso es para pensarlo: habrá veces -a lo mejor muchas- en que ganará el deseo de ver el partido más que la obligación de escribir algo de apariencia inteligente. Esa es la maldita trampa de este tele-deporte: el letargo que genera. Zombis que solo convulsionamos al electroshock del gol. Y sin embargo siento que el deber llama y este post es un intento de escapar fugazmente del laberinto mediático que no sólo copa las programaciones televisivas sino la agenda mismas de las personas futbolcoholizadas.
Aquí va mi primer aporte: tuve la dicha de compartir con unos cariocas (en octubre de 2009) la designación de Rio de Janeiro como sede olímpica para los Juegos de 2016. Estábamos en un congreso en Buenos Aires. Allí se empezó a hablar que esta designación no estaba desligada del boom económico de Brasil y de su presencia política en la región. Ya eran la potencia no sólo sudamericana, sino latinoamericana y su ascenso la ubicaba entre las naciones más poderosas del orbe. De contera, sólo en México se había presentado la coincidencia de olimpiadas y mundial en dos años. 
Entonces las miradas debían dirigirse al país verdeamarelho y si podían hacerse desde dentro mejor. Un año después, en 2010, vine a Rio de Janeiro y las obras empezaban. Asistí al último partido del viejo Maracaná y compartí la nostalgia de varios «cariocas de yema» por la transformación que sufriría el coloso. Me impactó su faraonismo que producía una paradoja: necesitaba llenarse para que el equipo local (‘Flu’ o el ‘Fla’) sintieran de verdad el apoyo de sus hinchas, porque con 15.000 ó 20.000 (una entrada estupenda en el Campín o el Atahualpa de Quito) el murmullo se evaporaba hacia las playas de Ipanema. También me impresionó que no hubiera graderías separadas, con mallas, al menos en la parte superior había un corredor que le daba la vuelta a la «arquibancada» y permitía que los torcedores cambiaran de arco según lo sentenciara el sorteo de la moneda de capitanes.
Era -al decir del historiador Bernardo Buarque- «un estadio-nación». Un coliseo que quería representar la grandeza de la patria adentrándola en la modernidad. Un espacio donde se producía la fantasía de que «todos cabían». Inaugurado para 1950, donde la TV apenas aparecía, la idea era que el país entero, encarnado en la metonimia del pueblo carioca, estuviera de cuerpo presente para celebrar la identidad nacional expresada en esa forma privilegiada -y a la vez carnavalesca- del «jogo bonito» en una cita inigualable como una Copa del Mundo. El objetivo prácticamente se cumplió. El estadio hizo su papel. Se convirtió en un tótem de brasileridad y en un referente mundial. Acaso lo único que dañó el plan fue ese gol de Ghiggia… 
Y ahora el Maracaná empieza a lucir otro rostro. Las tribunas estarán separadas y no tendrán comunicación entre sí. Se redujo casi a la mitad su aforo. Desapareció el anillo superior que «democratizaba» al estadio. La silletería va a ser numerada, se aumentará la iluminación y habrá más cámaras de vigilancia. También se dotará de cuatro pantallas de televisión gigantesca para el replay. Se procurará que la silla del Maracaná semeje cada vez más al sofá de la sala desde dónde vemos el juego por la tele ¿Y los torcedores? Bien, gracias. En definitiva, la cosmética del estadio obedece a la lógica Fifa en la que los espectadores son eso, espectadores, no hinchas de club. Por eso, habrá que esperar hasta después de la Copa para ver como se reconfiguran, se resisten y negocian esos cambios. 
Quedan en el ambiente, varios interrogantes ¿las remodelaciones se hicieron, entonces, para un «público de afuera» que sólo vendrá al Mundial? ¿Todo ese gasto, con plata de los contribuyentes, a quien beneficiará? ¿A la televisión? ¿A los espónsor de la Copa? ¿A la Fifa? El estadio lleva casi dos años cerrado y hasta febrero de 2013 se abrirá para lo que será la Copa Confederaciones. En ese tiempo los torcedores del Fla y el Flu han tenido que usar otros estadios ¿Y fuera de eso ya no podrán torcer como lo hacen ahora porque les cambiaron su hábitat en el estadio? Y para rematar, se habla que después del Mundial se volverá a cerrar para hacerle otras remodelaciones para los Juegos del 2016 ¿Alcanzará para tanto la paciencia? 
¡Y nosotros que nos quejábamos por el cierre del Campín por lo del Mundial Sub20! 
Usted, amable lector ¿Cómo la ve? La dejo ahí, nos vemos la semana que viene…   

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