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También aplaudí al embajador gringo. Después me sentí mal ¿Cómo puedo celebrarle algo al verdugo? Síndrome de Estocolmo, seguramente. El caso es que me estremecí cuando el simpático Michael McKinley (insisto ¿cómo puedo llamar así a quien representa un gobierno con política exterior anti- drogas de doble moral?) expresó en un emocionante discurso «Siento gran placer, alegría, satisfacción en anunciarle al país que América de Cali sale de la Lista Clinton»… una mezcla de júbilo y rabiecita interna se apoderaron de mí. Supongo que eso mismo han de sentir los seres queridos de un sindicado, injustamente encarcelado y alevosamente estigmatizado, cuando el juez lo declara inocente en juicio.
No se me tome a mal. No estoy defendiendo aquí el narcotráfico ni absolviendo de culpas a la mafia. Tampoco afirmo (porque no lo creo) que el fútbol sea una actividad tan prístina como lo sentenció ese héroe latinoamericano que tenía por capa el No. 10: «la pelota no se mancha»… a Maradona le perdonamos su espontaneidad visceral. Inconcebible pensarlo sin su retórica romántica.
  
No. La discusión es otra y pasa por temas de soberanía, eficacia de la política, justicia e -incluso- por un asunto de dignidad. Para ilustrar esos puntos van estos cinco interrogantes: ¿Tiene derecho un Estado extranjero a intervenir financieramente una institución nacional? ¿A congelar sus cuentas (como los 200 mil dólares que la ‘Mechita’ ganó en la Merconorte de 1999)? ¿Se precisan más pérdidas de vidas y decepciones ante el aumento de la producción y el consumo para convencerse del fracaso del método actual de «tierra arrasada» contra las drogas? ¿Era América el único club de Colombia (y agrego más: del mundo) que tuvo dineros calientes? Y, finalmente ¿Lograron acorralar a los hermanos Rodríguez Orejuela con ese cerco financiero?
Como se ve, no sólo es el dolor de hincha, sino también de colombiano y si miramos bien, de ciudadano del mundo. Admitámoslo: existe un estatus quo mundial que -gústenos o no- resigna su modus operandi a la supremacía de un imperio que solivianta multinacionales políticas y jurídicas como las Naciones Unidas y la CPI. Esa hegemonía entronizada en la Casa Blanca, administra los intereses de Occidente y -para el caso- los de su jinete más feroz: el sistema financiero. Sistema que queda «por fuera del negocio» en el informal mundo contable del narcotráfico. Ergo: la guerra contra ese demonio siempre estará declarada. «Cuando la mafia se legaliza, se vuelve banco» decía mi abuelito.    
Y al sumar al entendimiento otros fenómenos como el de la globalización (el derribo de fronteras nacionales), comprendemos mejor la jugada fortuita en la que cayó el América: «como institución de una comunidad integrada debe ser llamada al orden si contraviene los principios de convivencia»… de acuerdo, pero ¿Se debía buscar el muerto río arriba? ¿No hubo, incluso, gobiernos elegidos por los capos de la coca? Y no me refiero sólo a Samper; también estoy pensando en alcaldes, gobernadores y legisladores (concejales, diputados, congresistas) de los 80’s y 90’s. Si fuimos una sociedad narcotizada. Reconozcámoslo y sus secuelas (la «cultura del atajo o traqueta») todavía nos permea. No en vano, seguimos siendo los principales productores de ese alucinógeno en el mundo.    
Aquí hay un punto que complejiza el análisis. Una cosa es aceptar el problema: las drogas (sea el énfasis que se le ponga: tema de salud pública, de evasión tributaria o el actual de lucha militar contra la mafia) y otra es admitir  «una culpabilidad» y, por tanto, las consecuencias de ello: (des) certificaciones anuales; desbalances judiciales (extradiciones de una sola vía: de aquí para allá) y extralimitaciones jurídicas como la lista del ex presidente que hizo famosa a la Lewinsky. 
La inequidad se ve en pequeños ejemplos como el tratamiento folclórico al caso de la «conejeada» del Servicio Secreto de USA a la dama de compañía en Cartagena.  Un corolario para esto: si el problema es global ¿por qué los culpables son siempre los mismos? ¿Cuándo se hará énfasis en el consumo y no en la producción? Aun vivimos la era de las Banana Republics.  
El caso es que la alienación nacional no conoce parangón. La contradicción tampoco. Existe unanimidad en que somos culpables como país, pero no como nación: que le quiten la visa al «presidente del elefante», que nos hagan hacer dobles filas en los aeropuertos del mundo; ah, pero eso sí, aquí en Colombia ¡Todos somos honorables! Y esa actitud se traslada a situaciones como la del estigma al team de la «Pasión de un pueblo».
Y tenía que ser así, porque en el imaginario de Cali era el equipo popular. Al que se le podían cargar tintas. El de los pobres. El de los negros, el del «¡Cali está segura cuando juega el América porque todos los bandidos están en el Pascual!». Plebeyo hasta en su color sangre. Y pagano: adoraba al diablo y lo llevaba en el escudo. El grande, el aristocrático, el distinguido,  era el otro: el Deporcali. El hermanito bastardo era, simplemente, «la Mechita».
 
Entonces, en virtud de ese legado español de la doble moral todos empezaron a ver la viga en el ojo ajeno: (casi) todos los equipos estaban untados con los cariñitos de la mafia, pero ¡de malas! Busquemos un ‘chivo expiatorio’ más funcional. No contra los bogotanos porque el centralismo lo impide; no contra los antioqueños porque esa región también es del centro y su cartel es más asesino. Arremetamos contra el equipo sin estirpe. El de las maldiciones como las del «Garabato». Y ahí se firmó el ingreso al leprosario de la divisa escarlata.
Fueron más de tres lustros de pena. Asintiendo indignamente (porque EE.UU es la nación con más rabo de paja en este asunto) un castigo que pesó sobre el pueblo colombiano. Ojo: no sólo sobre el América, sino sobre una institución nacional que -si validáramos los estimativos que tienen sus directivas con el censo americano que levantan- sumaría casi la quinta parte de la población colombiana: nueve millones contados los fieles del exterior. Entonces, el tema no es de poca monta. Cualitativa y cuantitativamente es significativo.  
16 años de señalamientos inquisidores: «son el equipo de los narcos», «todos los títulos son robados»; «sus triunfos son una mentira»… rematados con ese cínico dardo de «¡devuelvan las estrellas!». Por favor. Si así es el asunto habría que rescribir la historia del balompié: que eliminen el título mundial de Inglaterra y -sobretodo- el de Argentina. Que le quiten algunas estrellas a Millos, otras a Nacional y borren campañas completas del Medellín, Envigado y Santa Fe;  que no valgan las clasificaciones de nuestra Selección a los Mundiales (atención: la mejor época de nuestro fútbol caza como una plantilla a la bonanza coquera y marimbera ¿Por qué será?).
Acéptenme una reflexión de ñapa, que pretende matizar el lugar común del beneficio al club, por cuenta del patrocinio del cartel de Cali. No es de mi cosecha. Es del asesor jurídico del América y hoy gerente del equipo (Edgar Navia): «con el ingreso en la Clinton se benefició más a Don Miguel porque el manejo del club se informalizó y todos se desentendieron de su control y vigilancia que ahora la hacían los gringos. Así el equipo perdió porque, ante la persecución a los Orejuela, ellos tomaron al América como caja menor. Más que una ventaja, la caótica administración de ellos perjudicó los intereses de la institución». Diciente testimonio ¿no?  
Pero cómo es la vida. Luego de la Clinton, América fue distinguido como el segundo mejor club del mundo; supo ser campeón cuatro veces más en Colombia y ganar la Merconorte. Todo eso con el sambenito de escuadra maldita: sus patrocinadores huyeron despavoridos y sus finanzas se manejaron como tienda de barrio. Es más: disputó una final más de Libertadores en la que se graduó como subcampeón, otra vez contra la bestia negra de River. Por causa de su inclusión en ese Index Prohibitorum el equipo empezó a no pagar sus cuentas, a deberle a Raimundo y todo el mundo; a adelgazar sus nóminas. Llegaron las demandas y sus jugadores varias veces actuaron «por verdadero amor a la camiseta». Pero jugar con hambre no aguanta y El Diablo fue último en el campeonato del 2006 y en 2011 se llegó al infierno: descendió a la ‘B’.
Con la pérdida de la categoría se reforzó el argumento moralista del justiciero castigo. «Ese es el resultado de su pasado criminal». Mientras tanto, en Bogotá, Millonarios era salvado de la crisis en una suerte de cruzada nacional con intervención del Presidente de la República y varios de sus ministros. El tradicional club capitalino fue tutelado por el Estado y extrañamente jamás fue requerido por el Departamento del Tesoro norteamericano: la justicia es pa’ los de ruana.
Dentro de la institución todo era caos: llegaron a existir -simultáneamente- dos América. La nación roja se sintió más espoleada en su amor propio y empezó (empezamos) a acompañar más a nuestro cuadro. Empezó un verdadero tour nacional: los del «Dale rojo dale» del grupo Niche atiborraban las graderías de los pueblos dónde se juega la Segunda y en el Pascual Guerrero llenaba más que el Cali y -por eso- la televisión privada decidió comprar los derechos de la B porque los números del rating marcaban que El Diablo era el primero en televidentes.
 
Pero las cuentas no seguían cuadrando. Puro déficit y acogida a ley de quiebras. Para colmo de males, dos veces el equipo fue atracado después de taquillas cuantiosas. Es que estaban expulsados del sistema bancario y todo se guardaba en cajas fuertes de casa particulares: mucha tentación para los caquitos. 
Y llegaron las finales de la B de 2012 dónde la instancia de los penaltis otra vez nos dejó rumiando la tristeza. Doce veces hemos sido eliminados por esa vía de fusilamientos. No existe club del planeta con peor suerte pateando desde los once pasos. Tampoco existe otro que haya perdido tres finales internacionales consecutivas (una infame faltando siete segundos) y una cuarta posterior contra un rival repetido. Aquí no reprimo una pregunta para los detractores: si los capos del Cartel sobornaban y amenazaban tanto ¿Por qué no compraban el título continental que en cuatro ocasiones llegaron a acariciar? Ya he oído la respuesta de los pacatos de moral ambigua: ¡porque Dios es grande y jamás permitiría tamaña injusticia! Ante ese gracejo mi mujer dice ¡Ahora cuéntenme una de vaqueros!
El cargo que si se les puede endilgar es el del exceso de los jeques árabes, que en clave colombiana es la «cultura traqueta»: comprar lo mejor; lo más caro, lo de calidad excelsa. Hasta Maradona estuvo a punto de ser fichado antes de su pase al Barcelona desde Boca. Así toda competencia se torna injusta; pero qué le vamos a hacer: el mundo funciona de esa manera. Siempre habrá Real Madrid y Osasuna. Hoy día los equipos europeos de billonarios petroleros se arman con esa lógica del dinero a manos llenas y por eso mismo hasta se le cambian nombres a estadios ilustres. Eso fue el América de los ochenta ¿Para qué chantajear jueces o comprar rivales si teníamos a Falcioni, Bataglia, Cabañas, Rincón, Gareca y Willington? Un ejemplo ilumina este argumento: la nómina «B» de la ‘Mechita’ cabalgaba el torneo local mientras los titulares triunfaban en la Copa Libertadores ¿Recuerdan ese elenco de súper suplentes llamados los «Pitufos del América»? (Alex Escobar, John Edison Castaño, Pony Maturana, De Ávila…).  
  
Y el infierno continuó hasta que un grupo de dolientes (sería mejor escribir: de «querientes») inició gestiones ciertas que caminaron hacia el cese de la humillación. En cabeza de Oreste Sangiovanni (paradójicamente, hijo del presidente que invitó al clan de los Orejuela a participar en el equipo, cuando eran una familia reconocida del Pacífico colombiano y su furtivo negocio no tenía la connotación criminal) y Edgar Navia finalmente se logró levantar la restricción bancaria y esa bella pancarta de «Liberen al rojo» que se izaba en estadios de Estados Unidos cada vez que Colombia jugaba allá, ya podrá recogerse con alivio.  
 Y ahí volvemos al 04 de abril pasado. Fecha del ave Fénix. Del recobrar de dignidad. El embajador yanqui -un político en toda regla, hay que decirlo- cerró su discurso con: «en los años que llevo en Colombia este puede ser el día más especial… hoy todos somos diablos rojos» Lindo ¿no? pero también ¿Cómo así? No. Ahora que no vengan a cobrar indulgencias con avemarías ajenos. 
Todo fue doloroso. Una mierda. Un calvario. De hecho: todavía estamos en la B. Pero nos queda una satisfacción. Un sabor de boca de orgullo: no existe empresa del mundo que haya sobrevivido a la Ley Clinton. Todas quebraron. América, no. Y eso, además de un ejemplo de lo que significa el fútbol en una sociedad, es también un mensaje para los que nos quisieron ver hundidos y desaparecidos. Con nosotros no pudo ni la potencia del mundo. Por eso a festejar. «¡Volveremos volveremos/ Volveremos a la A/ Volveremos a ser campeones/ Como en el 82!». Que quede claro: la ‘Mecha’ nunca se apagará.    
   

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