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Fue el mejor regalo de mi infancia. Y me lo dio mi mamá. Antes digamos que no siempre mis padres me dieron lo que quise y varias veces, cuando hicieron caso de mis pedidos, lo obtenido no resultó ser lo que esperaba. Recuerdo que me emocioné mucho con un balón Golty que le entregaron a mi hermano una navidad. Ahora sé que lo que más disfruté de ese juguete fue compartir con Álvaro -el mayor, yo soy el del medio- así él siempre me ganara. Quizá de ahí venga mi masoquismo maturanesco de regusto por la derrota.
Otro regalo que jamás dejaré de agradecerle a mis viejos es la «Súper-cross Kamura»: una bicicleta traída -en esa época- de la lejana Bogotá (nosotros vivíamos en el 12 de Octubre de Villavo). Esa me la gané bien. Mi papá me había desafiado a sacar el primer puesto en el curso para merecer la bici. Fue la única vez que ocupé el cuadro de honor. Lo que un niño puede hacer por un juguete… pero nada superó lo que mi madre me entregó en esa cajita de 10 x 5 cms. 
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Con esa sonrisa sobrenatural que tienen las madres me dijo: -«esto es para que conozcas otras personas». Después me enteré que mis taitas estaban preocupados por mi espíritu solitario. Por cierto aire a-social que se magnificaba con la decisión de irnos a vivir al campo. Allí no tenía vecinos de mi edad y todavía no conocía lo que era jugar con una niña por estudiar en un colegio masculino. En efecto, Apiay -la vereda en la que morábamos- distaba a 15 kilómetros de la ciudad y en ella la tienda más cercana quedaba a media hora a pie.
 
Con avidez propia de los 10 años rompí la cinta y extraje un rectángulo azul, envuelto en ese plástico con bombitas de aire que da gusto reventar con la punta de los dedos. Era un artefacto liviano y sofisticado -«¿Qué es? Pregunté temblando de dicha. -«Mi amor, es la mejor compañía que existe en el mundo. Es un radio. Un radio transistor».  
Diez años después, ya en la universidad -en Bogotá- resistí el embate del estudiante de provincia que se va a probar suerte a la capital, gracias a ese obsequio de mamá: en las noches de nostalgia y en las mañanas de premura, accionaba el ON de ese teléfono multidiscado que me narraba lo que acontecía en la ciudad, el país y el planeta con ese tono cercano, intimista, que suele ser el sello de la radio. Es cierto que ya no usaba el radiecito azul de pilas Eveready, pero había ganado un mundo de voces amigas; timbres y acentos familiares, pero no invasivos (si no me gustaban apagaba o cambiaba el dial), tal como había sido el deseo de mi má.
¿A qué viene todo esto? A que mi constitución como sujeto, como persona, en buena medida se la debo a ese presente de mis padres. En estos días, a propósito del orgullo que hace que oigamos el segundero del corazón por las gestas de una nueva generación de ciclistas, que ya subió al pódium de la plata en los Olímpicos y en el Giro de Italia a Rigoberto Urán, experimenté de nuevo lo que es emocionarse por el oído. Sí. Como lo leen: volví a sintonizar emisoras colombianas que cubren esas competencias en Europa y de inmediato mi niñez explotó en mi cabeza. 
Recuerdo que, al no tener audífonos, me  ataba el radio en la cabeza, pegado a la oreja. Así podía hacer las labores agrarias que mi papá me encomendaba (alimentar las gallinas, limpiar la conejera, verter azul de metileno en las cachameras…) o daba una mano en la panadería que era la microempresa familiar. Con las manos libres, pero la imaginación cautiva en las carreteras de los Alpes y Pirineos conocía mundos inéditos, celebrando las hazañas de los «escarabajos» que coronaban esos picos sin apenas despeinarse. Después de cada etapa de montaña me daba una tregua, desconectaba la radio, volvía a la cotidianidad de oficios de casa y tareas de sexto grado.  
Volvía a encenderla en la noche, para oír embelesado los fastuosos relatos de un equipo imposible. Uno que ganaba todo hasta la final. Ahí perdía. Mejor dicho: triunfaba en casa y también en otros países, pero jamás consiguió levantar el premio mayor: La Libertadores. Me enamoré del América por la radio. En AM. Quizá fue ese drama de perder una y otra vez lo que más se quiere, lo que me ligó definitivamente al club. Como lo dije antes, tengo debilidad por la derrota. 
Y ahora que está en la B sigo más a la ‘Mechita’, no porque esté descendida, sino porque estoy en el extranjero: vivo en Rio de Janeiro. Aquí sigo repitiendo lo que hago desde los diez años: me levanto y acuesto con las ondas hertzianas; unas veces en portugués (así me voy dejando seducir por el Flamengo que es una versión carioca del América de Cali) y en otras oportunidades en español: escucho cadenas colombianas y argentinas, especialmente.
Pienso que esa costumbre no es tan extraña. Colombia es un país muy oral. Allá la radio es poderosa. Cierto es que los más jóvenes sintonizan emisoras musicales que programan sus ritmos favoritos y los aun más jóvenes no usan el radio sino oyen todo desde sus ipod, celulares smartphone, ipad, entre otros. Los mayores- mayores (no lo soy tanto, pero pertenezco desde mi niñez a ese grupo) nos quedamos en el radio convencional de bafles gigantes (el estéreo de casa) o los personales más discretos de audífonos análogos. 
Así he resistido el exilio académico soportando la saudade de la ausencia. Así palpito con el buen semestre de los «Diablos rojos» que no se cansan de sembrar vanas ilusiones en sus hinchas. Así levanté el puño y grité «¡Si se puede!» con el magnífico Giro de «los nuestros». Así seguiré, desde Brasil, lo que la Selección Colombia consiga ante Argentina el próximo viernes.
Pensando y pensando, reflexiono ¿no será que más que el deporte (ciclismo y fútbol), lo que realmente me gusta es la radio? Sobretodo esa estética del relato trepidante y agonístico… puede ser. Todavía no lo sé. 
Nos seguimos viendo por la radio y leyendo por aquí. Seguimos sintonizados. No cambien  el dial…   
  

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