Imposible
huir. No se puede seguir como si nada. Jodido hacernos los de la vista gorda. La
pantalla del televisor me da una rápida clase de geografía brasilera, mostrando
nombres de ciudades con la misma escena: multitudes volcadas a las calles gritando
consignas, exhibiendo carteles con un sinnúmero de demandas y enfrentándose al
gas lacrimógeno de la policía. São Gonçalo, João Pessoa, Porto Alegre, Cuiabá,
Blumenau, Montes Claros, São Paulo, Recife, Belo Horizonte, Salvador,
Fortaleza, Brasilia, Rio de Janeiro son algunas ciudades aparecidas en el
generador de caracteres del noticiero de O
Globo; pero hay mas, siempre hay más en este país en el que todo es tamaño
maracaná.
— ¿Cuál
es el origen del descontento?
Le
pregunto a mis compañeros de la universidad. Soy extranjero y todavía me cuesta
leer varios de los complejos códigos de esta sociedad.
— Que
todo anda mal y el pueblo no es bobo- contesta Eduardo, que estudia medicina.
La
respuesta no me dice nada y salgo a las calles a acompañar a los manifestantes.
«Trabajo etnográfico» le digo a un paraguayo con el que comparto posada
estudiantil. «Acción estúpida» sentencia mi esposa -a través de Skype- y lapida
su crítica con un «¿quieres que te deporten?»
Asimilo
el gancho al hígado y no vuelvo a salir; pero ya anoté lo que necesitaba: seis
de cada diez carteles protestan contra el alza del precio del transporte
público, los demás… los demás, Deus do
céu, ahí vamos: reclaman mejor salud, educación, justicia en el caso
mensalão, disminución de impuestos; des-criminalización de la pobreza, respeto
por el medio ambiente, des-estigmatización de las favelas, punición del
racismo, mayor equidad de género e inclusión de la comunidad LGBT… y un largo
etcétera de demandas que terminan con la indignación ante los sobrecostos y la sospecha
de corrupción en la remodelación y construcción de estadios para la Copa
Confederaciones y la próxima Copa del Mundo de fútbol.
Para
resumir: toda una miscelánea. Todo un cóctel molotov de demandas. Se protesta
por todo. Todo es susceptible de reclamo.
— Usted
qué reivindica- pregunta el periodista al joven con su cara pintada
— Yo
reivindico
— ¿Qué?
— El
derecho a reivindicar…
La
chispa se prendió hace tres semanas en São Paulo: esa yugular vehicular que es
la Av. Paulista fue tomada por manifestantes que no soportaron más el exceso de
la tarifa de ônibus que no se compadece con la mala calidad del servicio, ni con
el alto costo de vida. Situación que sintetiza la gran paradoja de Brasil: es
un país muy rico con mucha gente pobre. El coloso sudamericano es la quinta
economía del planeta, pero todavía no resuelve problemas básicos como el
hambre, el seguro médico, el techo y el trabajo para un porcentaje importante
de su población.
Por
eso nadie habla aquí de la potencia que son. Sencillamente no se lo creen o no
les interesa. Eso me sorprendió cuando llegué aquí, hace ocho meses. En
Colombia esto daría para cadenas de correos electrónicos y «I Like» en Facebook
celebrando ese hecho que se sumaría al chauvinismo por tener las mejores
orquídeas, el café más suave, el mayor número de especies de aves, el segundo
mejor himno del mundo y otras tonterías de ese tenor.
Con
toda seguridad, el líder del Mercosur y la Unasur es –dentro del top 10 de
economías- el que mayores problemas presenta no en sus cifras macroeconómicas,
que son espectaculares, sino en las microeconómicas (las per cápita) que son
las que está cobrando el pueblo en las calles.
— ¿Por
eso chiflaron a Dilma en la apertura de la Copa Confederaciones?
— No.
A ella la silbaron la clase media y alta que puede pagar hasta una boleta de
300 dólares y que le tiene horror al Partido de los Trabajadores…
— Pero
eso no se lo hubieran hecho al carismático Lula Da Silva
— Se
lo hicieron. Ocurrió en los Panamericanos de Rio en 2007. Ya hasta se convirtió
en tradición hacerlo…
Y
lo irónico del hecho es que Blatter corrió a defenderla -de la gradería-
después del abucheo en el ‘Mané’ Garrincha de Brasilia. Eso es como si el lobo le
diera cátedra de vegetarianismo a la ovejita. Paradojas de la política como la que
hace que el país «del Penta» suspenda su ordenamiento jurídico (que ahora
autorizará vender cerveza en sus estadios, que anula el cobro de media entrada
para estudiantes y la gratuidad para los mayores de 65 años) en tiempos del
Mundial y que ante los retrasos y las preguntas incómodas de ONGs y del
periodismo, hizo que un funcionario de la FIFA olvidara su corrección política
al decir, fastidiado, «que todo funcionaría mejor sin tanta democracia».
— «Queremos
Nação y no Seleção decía una pancarta»
— Y
yo de vuelta el Maracanã- me confiesa Leonardo, un «torcedor» del Flamengo que
lleva dos años sin poder ver a su equipo porque el estadio lo cerraron para refaccionarlo
y en eso gastaron más de un billón de reales…
— ¡Y
la gente muriéndose de hambre, no hay derecho! Me grita Estela, la madre de Leo,
al otro lado de la línea, cuándo la llamo para preguntar si compraron boletos
para ir a un juego de la Confederaciones.
Si
los compraron. Por eso Leonardo ya regresó al «Maraca». Lo hizo para el partido
Italia (2)- México (1). Más que decepcionado, salió triste. No por el juego en
sí, sino por el clima del estadio.
— Ese
no es mi Maracaná -se quejaba- ahora se parece a cualquiera de los que pasan
por televisión ¡Y encima no podemos ponernos de pie porque nos llegan los de
seguridad!
Así
es: el padrón FIFA construye escenarios estandarizados que son un culto «al no
lugar» y dentro de esa insípida cosmética está prohibido «torcer» (hinchar) de
pie. Eso está en el reglamento que se firma al comprar las boletas.
Así
disfrutarlo, el fútbol, cuesta. Ese ambiente consiguió que casi me sintiera
culpable de prender la tele para volver a ver la farsa de Tahití y la burocrática
belleza del Barcelona (¡perdón de España!), mientras los estudiantes con los
que convivo conciertan, con sus miles de corresponsales fluminenses conectados
a la red, un nuevo encuentro para protestar. Se anuncian varias tomas de «rua» antes
de cada uno de los juegos que quedan de la Copa.
Ese
es el aire que se respira por estos días en esa contradicción tautológica
llamada el país del fútbol.
— «Colombiano-
me preguntó Jardel- ¿Sabes por qué no queremos que nuestra selección gane este
torneo?»
No
supe que responderle a ese rubio, de ojos claros, descendiente de italianos
que, como muchos más, rompe en mil pedazos el estereotipo de esta sociedad como
una nación netamente afrodescendiente.
Entonces,
con su «jeitinho brazuca» que revela la pasión por el futebol de este pueblo, ese hincha número 44 millones del ‘Fla’
completó:
— Porque ella es una metáfora de lo que hoy es
Brasil: un país con mucha riqueza que nada en pobreza
— ¿Y
la otra?
— ¡Porque
todos los campeones de la Copa Confederaciones nunca ganan el mundial!
Gol de Brasil.
No
resisto la tentación de empatar. Se me sale el colombiano al contragolpear con una falta
de penalti: «amanecerá y veremos, dijo Uruguay antes del Maracanazo…»
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