¿Qué es ser grande en el fútbol? Esa fue la pregunta ontológica que me acosó este largo fin de semana. Por una serie de circunstancias acabé siguiendo tres partidos en Chile, Colombia y Paraguay. Los tres eran escenarios de las rivalidades más potentes del respectivo país; a saber: Colo-Colo vs. Universidad de Chile, Nacional vs. Millonarios y Olimpia vs. Cerro Porteño.
Pude verlos gracias al prodigio de internet, pero esa maravilla tecnológica no alcanza para tener la mejor calidad de imagen; por eso para no perder detalle –según pudimos comprobar con mi amigo chileno Hugo Parra- acompañamos la señal de televisión intermitente con la ininterrumpida de la radio, también proveída por internet.
La experiencia se puede definir como un déjà vu salteado con la singularidad de cada clásico, siendo las estadísticas el culmen del morbo comparativo: el saldo a favor en enfrentamientos directos, la invulnerabilidad del propio patio, los goles marcados versus los recibidos y otros datos de marca mayor como el No. de títulos nacionales y si los hay internacionales esos cuentan más… y por si eso no basta se llega a extremos de contabilizar el tamaño de las hinchadas, los récords de público en graderías, los telespectadores acumulados en la temporada, el monto de lo recibido en patrocinios o de lo invertido en fichajes. Todo, absolutamente todo es susceptible de medida y contraste.
Tres juegos y un denominador común: la disputa del principal título nobiliario del fútbol –y el más inasible- el de ser el más grande ya no solamente de la ciudad (casos de Chile y Paraguay), sino del país. Resulta interesante las narrativas que periodistas e hinchas van desovillando en las transmisiones: las emisoras entrevistaban hinchas en el antes, durante (en el intermedio) y el después de los juegos, “me hicieron sentir en el estadio”, afirmó mi amigo chileno con el que vi el juego que su equipo, el del Cacique, le ganó 2 x 0 a su archirrival universitario.
A través de Radio Cooperativa oímos un emocionado agradecimiento que ya había escuchado infinidad de veces en Colombia, pero que esta vez era enunciado por una joven colocolina: “gracias a mi padre y tío que me hicieron fanática de lo más grande que hay en Chile”. “Se cagó el Chuncho” fue su mordaz cierre.
Más tarde el vértigo de memes, tweets y post de Facebook me aterrizaron en el partido que alcanza la mayor tensión en Colombia. El duelo de verdes y azules encarna la antigua competencia entre Medellín y Bogotá en la que sus equipos son presentados como una extensión del éxito o fracaso de sus parroquias. Allí la metonimia estalla en mil y un gracejo, en mil y una ofensa; en una vorágine de maledicencia en la que la expresión “capitalinos” en oposición a “provincianos” es la alteridad más socorrida, seguida de alusiones al narcotráfico, a la idiosincrasia, al número de títulos y a episodios deportivos recientes y añejos que engrosan el folclor de este partido que se puede leer como de rivalidad regional: la de paisas y rolos.
El resultado alentó el orgullo de los antioqueños que, además de vencer al “otro construido”, al rival que refuerza su identidad (hay que ver cómo las hinchadas de estas dos instituciones no paran de compararse), se llevaron una satisfacción de ñapa: eliminarlos de la fase final del campeonato colombiano.
Contrastó, eso sí, el tono de las transmisiones: mientras por radio Antena 2 Medellín era un panegírico del “verde de la montaña”, la narración de TV (la señal de aire de la misma empresa) procuraba una moderación basada en la certeza de estar emitiendo para el país y no apenas, como la radio, para la propia comarca.
Finalmente, el juego en el Defensores del Chaco entre los dos clubes más importantes del Paraguay: el del “tricampeón de América” contra el “Ciclón”. El clásico que enfrentó a Olimpia contra el Cerro Porteño. Acabé atendiendo este juego por culpa de un acérrimo del Club de Pueblo, mi amigo Javier Vallejos, que supo del experimento que estaba realizando y me animó a seguir “el superclásico guaraní”, como lo bautiza la prensa. Las incidencias –como en los dos partidos previos- las seguí por radio y TV: por la Radio 1° de marzo y el canal Sport.
La sensación de “esto ya lo viví” resurgió: tal como había experimentado con los juegos de Santiago y Medellín, el de Asunción reflejó una disputa que trascendía la mera competencia deportiva. Los reporteros de la emisora entrevistaron en el descanso a los hinchas que hablaban de “un partido aparte” y del “juego que demuestra nuestra paternidad”… al final perdió el cuadro “de la mitad más 1”. Vencieron los franjeados (3 x 1) que se encaramaron en la punta de la tabla y ven con ojos golosos la conquista de un nuevo cetro guaraní.
¿Y la pregunta inicial? Bueno, después de los tres partidos me queda claro que el asunto refiere al honor y la honra. A la disputa por el prestigio y –en gran medida- a establecer quién es el que manda en el respectivo patio; sin embargo, me queda la certeza que el juicio inapelable es imposible: el principal partido es el de mañana decía Maturana y el fútbol siempre da revanchas. Por otra parte, el discurso de la derrota también puede reconvertirse en aguante y por ello en grandeza (de las hinchadas).
Quizá esa dinámica, esa renovación y ese poder creativo de tantos relatos sea la razón para que ese jueguito nos guste tanto…
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