
En el PRECISO instante en el que nos dedicamos al OCIO, surgen en nuestra MEMORIA la alegría de saber que SIEMPRE contamos con la PLUMA TANGUERA con giros JAZZISTAS en el que entre el HUMO y el CAFÉ…Un CUENTO de la BUENA PIPA…con GUISKACHO de apoyo, del ETERNAUTA de esta CASA EDITORIAL el polifacético ESCRITOR Dn LITO ZANARDI quien en esta OPORTUNIDAD nos trae este…
“TARDES de PLAZA…
Varias veces, aunque no todas, cuando regreso a Buenos Aires me encuentro con Mario. No nos vernos en todas las ocasiones por cierta inexcusable pereza: él vive en una de esas localidades que hacen límite con el Camino de Cintura en el sur del Gran Buenos Aires y yo suelo quedarme en alguna parte de la capital, es decir, estamos lejos. Sin embargo, en esta ocasión, dado que Mario tiene que llegar al centro para hacer algunos trámites, decidimos reunirnos ese día a última hora de la tarde. La propuesta era encontrarnos en la Plaza de Mayo para visitar la tumba del General San Martín en la Catedral y luego tomar algo en alguno de los bares de Avenida de Mayo. La tarde literalmente crepitaba debido al calor africano que suele instalarse en Buenos Aires a lo largo de febrero y al subir la escalera del subte A dudé si no había sido una pésima ocurrencia citarnos a esa hora con el sol como testigo. Pero Mario allí estaba, puntual, a la sombra de un árbol. Nos saludamos con afecto.
Compartimos similar apego por el General San Martín y por eso nos reunimos allí. En cierta ocasión le había contado del busto del General que hay en una plaza del Distrito Federal a dónde llegaban de tanto en tanto argentinos para visitarlo. Aquella vez convenimos en que no sólo ésa, sino todas las imágenes del General alimentan su dimensión de símbolo. Dimos unos pasos bajo la nave central hasta el lateral en dónde está el pequeño túmulo que conserva sus restos. Se adelantó para darle un beso a la bandera azul y blanca que cuelga del féretro y salimos con la mirada de los granaderos pegados a la espalda. Aprecio a este tipo, dice. Recuerdo un libro de portadas brillantes de Editorial Billiken, titulado El regimiento de granaderos a caballo. A mí me emocionó cuando era pibe. Lo leía con la misma devoción, y la misma secreta felicidad, que las revistas mexicanas de los superhéroes. Luego supe más de él pero, como suele ocurrir, aquella primera impresión fue la que perduró. El resto son detalles. Ahora hay cierto revisionismo para contar su historia y menudean libros sobre algunos aspectos de su vida que nunca estuvieron claros, la reunión con Bolívar en Guayaquil, su relación con el espionaje británico de la época. Pienso que en ello hay bastante de literatura y por eso le sigue dando letra a la imaginación de los historiadores. La historia, claro, es el cuento de la historia. Muchos de esos textos, tal vez todos ellos, fueron escritos con un propósito moral o político, apelando a su dimensión de símbolo. Pero estimo que lo que perdura de esos relatos es más bien su certidumbre literaria. Los libros de historia, creo, suelen ser buenos cuando están bien escritos. Entonces llegan a ser artículos de fe. En cuanto a su validez, bueno, ésa es otra historia. Me parece que una historia es más creíble cuando está bien contada más que por su veracidad. Tal vez te parezca un cínico, pero creo que es así.
Caminamos un par de cuadras y nos sentamos a una mesa en la vereda de uno de los cafés, aprovechando las sombras largas que el sol del oeste proyectaba sobre Avenida de Mayo. Mario se quitó los anteojos gruesos para limpiarlos con un pañuelo y mirar en dirección al río con la mirada esforzada de los miopes. No sé si te conté esta historia, dijo de pronto, ya con los anteojos firmes. En marzo de 2001 se cumplían 25 años de la dictadura. Vos no estabas aquí, recuerda. Sabés que siempre voy a esas marchas de aniversario, todos los años, o bueno, casi todos. Pero en esa ocasión, no sé, no tenía ganas de llegar hasta aquí. Hay momentos en que uno pierde el ánimo, sólo eso, el ánimo. Pero alguien me insistió, un amigo, para que viniéramos aquí. Me convenció, más o menos como vos esta vez, para llegar hasta la plaza. Nos reunimos debajo de ese mismo árbol. Llegué, también, a la tarde, cuando estaba cayendo el sol. Empezaba a congregarse la gente. La manifestación principal se había iniciado en Congreso y se escuchaban los bombos, los cantos. Con mi amigo dimos unos pasos, ya había poco sol. Estábamos cerca de la Pirámide, cuando pasaron unos muchachos con una bandera del colegio, del Krause, la roja y negra. Debían ser del centro de estudiantes. Me dio nostalgia ver a esos pibes porque me acordé de nosotros debajo de esa bandera en un tiempo remoto. Le dije, a mi amigo, una frase hecha, algo así como “aquí empezó todo”. Luego le conté algo de esos tiempos de secundaria y la vieja militancia. En fin, conversaciones de viejos chotos, como ésta, se sonrió. En eso estábamos cuando apareció una chica jovencita empujando un cochecito de bebé. Observé, entonces, un par de fotos sobre la capota del carrito. Y veo que se trata de alguien conocido, uno de los antiguos compañeros del Krause. Entonces le pregunto a la piba, como si fuera lo más natural del mundo, si conocía al muchacho de la foto porque habíamos ido al colegio juntos. Y la piba me dice que ése era su papá. En fin, dice Mario frotando una suciedad imaginaria en el vidrio de los anteojos, que yo no sabía que él, que por supuesto está desaparecido, hubiera tenido una hija. Imaginate, hablamos un rato, le conté algo de los tiempos del colegio y que yo apenas había sabido de su militancia, que eso había sido después. Que había sabido claro, de su secuestro, pero muchos años más tarde, cuando ya todo había pasado. La cuestión es que la piba me pidió mi número de teléfono. Unos días después me invitó a su casa. Realmente yo no recordaba mucho al padre. Efectivamente nos habíamos conocido pero era uno de tantos compañeros. Traté de recordar hechos, cosas, pero realmente tenía un recuerdo vago de él. Así que cuando llegué a la casa estaba bastante preocupado porque no sabía muy bien qué iba a decir. Efectivamente, cuando entré a ese departamento, había varias personas: la piba, el esposo, la mamá de mi amigo, otra gente. Empecé a tartamudear algunas palabras y, de pronto, me di cuenta de que el relato era pobre y que los estaba decepcionando.
Mario hizo un silencio. Observamos la Casa Rosada brillante en el atardecer colorado. A lo lejos, las grúas de Puerto Madero se inclinaban sobre el río como pájaros de agua.
Entonces decidí contar una historia. Una historia que, como todas, bien podría ser cierta. Hablé de cuando no nos dejaban entrar con el pelo largo en el boliche Zodíaco del barrio de Flores, de tardes de rata en la Costanera Sur, de las dotes de galán que tenía el papá de la piba, y un montón de inventos por el estilo. Ellos estaban, claro, contentos, y nos reímos mucho. El aire de la reunión, que como te imaginás, era un poco funeral al principio, se fue distendiendo y al final me invitaron a cenar con ellos y seguimos hasta entrada la noche. Cuando salí de allí me prometí no volver. Me sentía, ¿sabés?, un farsante. Pero luego me dije, como consuelo, que no había hecho ningún mal con eso. No importa cuál haya sido la historia de él, de mi amigo. Ni de que no haya ido nunca a Zodíaco o las pibas no le dieran ni la hora. En todo caso lo que les conté bien podría haber ocurrido. Aunque no fuera necesariamente cierto. ¿Qué importa eso? Lo que importa es lo que ellos creyeron, lo que necesitaban que les dijera. Te diría que, al final de aquella noche, también yo creía algo de todo eso. No me llamaron de nuevo. Creo que con esa noche fue suficiente. También lo fue para mí.
Convine con él en que las historias en las que creemos son las que nos parecen más ciertas, y eso tiene que ver con la consistencia de un relato más que con los hechos en sí. Aunque, sugerí, la consistencia de un relato está vinculada con la verdad, pero la verdad es también una cuestión de forma. Reconocí que no pocas veces lo que consideramos cierto tiene más que ver con un acto de fe que con una sesuda cadena de razones, aunque haya certidumbres más probadas que otras. Y que, esas pequeñas anécdotas bien podrían ser ciertas después de todo, como los susurros de Guayaquil, la Batalla de Chacabuco y esa tarde de fuego que enrojecía el cielo. Concluí que, después de todo, aquél amigo, el General del túmulo, y tantos más, nosotros incluidos, merecemos un relato bueno que nos explique. Y eso es bastante cierto.”
Y mientras LEÍA este CUENTO del que dimos en llamar Los de la BUENA PIPA… nos acordamos de esta imagen que se acerca a ÉL …
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CONTINUARÁ

CON JABÓN…! NO COMO PILATOS PORFIS
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