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Hace 10 años estaba en una parada de bus con mi cabeza desgonzada sobre el borde de una banca. Estaba en un profundo letargo, abrumada por mis pensamientos, sensaciones y conversaciones internas. Veía el tiempo pasar mientras el mundo entero se movía ante mis ojos en un ritmo acelerado.

Había llegado a Brisbane (Australia) buscando algo diferente a lo que vivía en casa, pues llevaba años sintiéndome insatisfecha por lo que hacía. Me sentía sola, vacía y ajena a lo que me rodeaba, y renegaba por todo aquello que acontecía a diario. Creí que viajar al otro lado del mundo podía darme esa pizca de vida y felicidad que tanto estaba buscando.

Durante el primer mes que estuve en Brisbane estaba encantada por la belleza y la diversidad cultural de la ciudad. En pocos días había disfrutado de varios planes y había conocido a muchas personas de diferentes países del mundo.

Sin embargo, cuando el encanto de la ciudad se volvió cotidiano, comencé a vivir un infierno dentro de este paraíso. De repente, volví a sentirme sola, vacía, triste y desalentada. En las noches llamaba desesperadamente a mi familia en Bogotá para que me ayudara a entender qué me estaba pasando. Llevaba menos de dos meses y ya quería devolverme a casa.

En medio de los intentos por adaptarme a este nuevo entorno, empecé a sentir una extraña satisfacción por comer compulsivamente papas fritas en restaurantes de comidas rápidas, y en subir a buses para dormir y dar vueltas sin rumbo alguno. Cada vez estaba más perdida en mí, entrando en una depresión.

Dentro de estas derivas por la ciudad llegue a esa parada de bus, y mientras reposaba mi agotamiento interno, escuché que alguien me habló:

— Disculpa, ¿sabes si ya pasó mi bus?

Volqué mi mirada y vi a un señor con unas gafas enormes de lentes azules que reflejaban mi rostro lánguido y pálido.

— No, no sé cuál es tu bus — le respondí. 

—Tú deberías saberlo — me dijo.

De inmediato captó mi atención.

—  Mucho gusto. Yo soy…

La verdad no recuerdo su nombre, solo recuerdo que era de Nigeria. El tono de su voz era tan cálido y plácido que generaba confianza y tranquilidad en mí. Poco a poco iniciamos una conversación y le fui contando lo que estaba sintiendo y experimentando desde mi llegada a Brisbane. 

Él escuchaba atentamente mientras yo seguía viendo mi propio reflejo en sus gafas. Sentía como si yo estuviera hablándome a mí misma. Tan pronto terminé de contarle mi historia, me dijo:

—Paola, no hay un mejor lugar que tu casa, para encontrar lo que estás buscando… Ya llegó mi bus. Fue un gusto conocerte.

Inmediatamente llegó un bus a la parada. Él se despidió dándome la mano, se levantó y se subió en él.

Quedé perpleja, pero mi corazón entendió el mensaje.

A la semana siguiente ya estaba de regreso en Bogotá. Nada había cambiado pero todo era diferente. Fui recuperando mi ánimo, mi vitalidad y mis ganas de vivir. Había decidido entrar en mi interior, que es mi verdadera casa, para encontrar lo que tanto estaba buscando.

Sentirme a gusto y plena con lo que soy, independiente del lugar en que me encuentre, era una de las grandes lecciones que me estaba dando la vida. Comprendí que a dónde vaya siempre estaré conmigo y viviré con lo que soy, por eso valía la pena empezar a amarme en mi propia compañía, en mi propia casa, en el lugar donde encontré lo que siempre había estado allí.

PD: En estos tiempos de cuarentena hay mucho por descubrir en nuestro interior, en nuestra propia casa, y somos afortunados de tener esta gran oportunidad de vivirlo.

Paola A. León – @frq1320

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