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Tal vez uno de los padecimientos más grandes que se pueden tener en Madrid cuando uno está recién llegado es buscar un sitio donde vivir. Una labor que en el mejor de los casos se puede solucionar con la presencia de algún familiar o buen amigo, y que en el peor conduce a un suplicio de días y días de búsquedas infructuosas entre sitos horribles y gente desconsiderada. El primer problema al que se enfrenta uno es el precio. Si bien es cierto que Madrid no es Londres o París, donde el metro cuadrado habitable parece metafóricamente recubierto de oro y diamantes, tampoco es para nada una ciudad barata. A lo largo de la última década, con el progresivo incremento de la calidad de vida, han ido subiendo los precios de las cosas, y eso incluye inevitablemente la vivienda. No importa que ahora haya crisis, las cosas siguen igual.

Así que la primera tarea es echarle un vistazo a internet, la mejor forma de encontrar vivienda, y al ver lo que piden por un apartamento empiezan los sudores fríos. Sobre todo si uno tiene presupuesto de estudiante y todo lo convierte a pesos para hacerse una idea.

Luego, uno va aprendiendo que aquí los nombres cambian. Un estudio es un apartamento donde todo está en una sola habitación. Cuando hay más, estamos hablando de un piso. Si es una casa pegada a otras en una urbanización, es un chalé adosado. Si es una casa independiente con jardín, es un chalé individual. Toda vivienda, en general, es una casa. Si no lo entiendes del todo, no importa. A mí me costó meses.

Así que empiezo a buscar casa, preferiblemente un piso, no importa que sea un estudio, porque no me alcanza para un adosado, y ni hablar de chalé individual. Pero ni aún así me salen las cuentas. Es por eso que en ciudades como ésta, los estudiantes y los jóvenes profesionales viven en pisos compartidos. No hay de otra.

Si uno ha visto Friends, entenderá un poco cómo funciona el asunto. Al principio parece divertido, pero la vida real no tiene música de fondo ni risas grabadas. Los pisos compartidos pueden ser un verdadero infierno. He visto apartamentos de cinco o seis habitaciones ocupados por estudiantes de varias nacionalidades, en donde nadie limpia, hay fiestas un día sí y otro también, el ruido es constante y la higiene mínima.

Alguno me dirá que soy un aburrido. Pero lo que sí es aburrido es que tus compañeros de piso se coman tu comida, que la ducha esté llena de pelos, que la música no te deje dormir cuando tienes que madrugar y que aparezca gente desconocida constantemente en el sitio donde vives. ¿Quién eres tú, qué haces durmiendo en mi sofá y por qué hueles como si ya estuvieras muerto?

Otros pisos compartidos son más tranquilos. En ellos vive gente que trabaja, tiene obligaciones, un sueldo y algo más de edad. Aquí el problema es congeniar personalidades, horarios y gustos. Entre gente civilizada todo se puede.
Yo no tuve mala suerte, después de todo. Conseguí un piso que compartía con cuatro españoles y una gringa. Y la única con la que tuve problemas fue con la gringa, muy jodida, que solía recriminarme a gritos por dejar migas de pan en la mesa. Loca psicorrígida.

A partir de ahí he decidido vivir con gente que conozco de antemano. Y no me ha ido mal. Aparte de compartir piso, he compartido experiencias, alegrías, desventuras, anécdotas y amistades. He aprendido, me he vuelto más tolerante, más generoso, más comprensivo. Ahora mismo vivo con dos chicas que son encantadoras, en un piso muy agradable.

No obstante, a veces recuerdo lo que he vivido antes, lo que han experimentado algunos amigos, las historias que me han contado, y me reafirmo en mi creencia de que a Jean Paul Sartre se le ocurrió aquella famosa frase que dice «el infierno son los otros» después de compartir piso.


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