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Con tres kilos de más y ya con la nostalgia de la partida, encuentro el dicho que dice las cosas se parecen a su dueño bastante certero en nuestra Colombia. He encontrado varias cosas en las que nos reflejamos. Objetos que muestran más que cualquier símbolo patrio el verdadero carácter nacional. Como el asunto me salió largo, lo dividiré en un par de entradas.

Espejo uno: medios de transporte

Ni en avión nos salvamos de los trancones. No más llegar al aeropuerto y ya nos toca 20 minutos en tanto que hay trancón. La razón, no hay disponible un espacio para desembarcar. Tenemos dos por delante. El Nuevo Dorado, nombre para un aeropuerto apenas arregladito —cabe el diminutivo—. Este es un país en donde las cosas se hacen siempre a medias, a la mitad, pocas veces se piensa en grande. Estamos pintados: a pesar de estar recién inaugurado ya hay congestión. El capitán nos dice: «Bienvenidos a Bogotá» (!). Al fin nos bajamos.

Al recoger las maletas le preguntamos al señor que cuida los carritos para montarlas dónde es la salida: «Allá en esa fila que se ve». Otro embudo, uno que han sabido montar los funcionarios de la DIAN para recoger la declaración de ingreso de bienes. Me acuerdo que antes funcionaba un poco más ágil con el semáforo activado con un botón. Hoy son dos personas que reciben los papeles y seleccionan a los que van a revisar a ojímetro. Nosotros tan afanados por el cómo nos vean los demás, pues esa es la primera impresión que se le da al visitante.

Muchas personas ofreciéndome llevarnos: el rebusque. La desconfianza que renace. Una señorita de chaleco amarillo me pide que la siga hasta la latica de atún amarillo que presta el servicio de oficial. Si logramos imaginarnos a estos carritos fueran un transformers serían la versión colombiana de bumblebee buchón. Porque como si el amarillo le quedara bien a todo el mundo, nuestro uniforme es la camiseta de la selección Colombia y no hay día en que al menos a 11 barrigones forrados en ella florezcan por ahí. La breva en el arequipe está al ver a estas delicias en versión paseo cuando complementan el ajuar con una bermuda de baño o una sudadera. Me distraje.

Entonces, así, chiquitico, con afán, la bestia va a una velocidad más alta de la que se permite en carretera. Al llegar a donde me quedo —apartamento cedido por un pana— el amable chofer me cobra el recargo navideño por derecha. Se me olvidaba que acá el transformer es de taxi a ‘avión’.

La señora que nos espera en la casa de mi amigo, que nos atiende como si fuéramos sus hijos: nos muestra la casa, nos da comida, se ofrece a ayudarnos con los niños, cama, toallas. Mejor que hotel cinco estrellas. Es mejor tener amigos que plata y con algunos uno es sencillamente millonario. Les pido perdón a los que rechacé —no se me deliquen por favor—.

La agencia de viajes Online —a la que toca llamar para confirmar todo— nos recomiendan llegar tres horas antes de la salida del vuelo. Como si voláramos a N.Y. pero vamos a Neiva York. Igual llegamos dos horas antes. Los niños nos evitan la fila y la señorita del counter nos dice que la salida del vuelo tiene un retraso de dos horas. Las dos empanadas feas y recalentadas en microndas por 5 mil y pico de pesos, sentarse en la incomodidad de la plazoleta de comidas a ver la pantalla que casi nos hace perder el vuelo porque no aparece bien la información. «Es que toca preguntar señor». Otra vez ahí retratados: en cuando el tiempo de los demás no importa y siempre hay excusa, mal informados por los que nos deberían tener al tanto. En fin, que de todo se debe desconfiar acá.

Ve, ¿cómo es que vas con eso de la tolerancia?

Pase con confianza: Los otros e Historias cotidianas

Relatos en: El Galeón Fracaso

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