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Parado en la avenida de las Américas esperaba un taxi, pensé que era la mejor opción para vencer la distancia en el poco tiempo que faltaba. O que yo lo sentía así porque el afán me acosaba. Estaba a 30 minutos  de llegar a tiempo a la cita con esta persona que había buscado desde un mes antes de llegar a Colombia. En un DM, la semana antes de aterrizar le avisaba las fechas en las que podría verme con él. Su respuesta fue pronta y me llegó como regalo de Navidad. El 23 de diciembre leí: «Listo, de una. Por acá estaré. Nos vemos, claro que sí.»

Como siempre que voy a Colombia, el tiempo no estaba de mi parte y las fechas en las que estaría en Bogotá eran cercanas. Poco margen de maniobra y debía dejarle claro que la invitación a tomar un café, y así poder hablar con él. Era importante para mí. Y sí, digamos que como un groupie me dediqué a buscarlo, tratando de no romperle las pelotas y con ello echar a perder esa primera respuesta. Como coctelero ducho logré preparar esa mezcla especial y justa de comunicaciones y silencios que se requiere para no ser intenso.

Y así, la segunda semana de enero se llegó y escribí: «Miércoles o jueves? y en dónde?». Un poco escueto, pero no quería que se notara la gana. «Estaré en la Candelaria hoy por la tarde. Si le queda bien», leí dos días después. ¡Jueputa, respondió! El miedo de haberlo espantado por haberme pasado de confianzudo con mi lacónico mensaje se evaporó. La táctica para este partido salió bien. Él también sabe de fútbol. Casi me temblaba la mano preguntándole en dónde. Me mandó su número y le llamé, no contestó. Esperé 15 minutos y volví a llamar con el mismo resultado. Pasé al WhatsApp  que abría como adolescente enamorado cada cinco minutos… 49 minutos después en mi pantalla apareció la tan colombiana frase «qué pena» seguida de otras como respuesta y una disculpa por no haberme podido responder a la llamada, dándome con amabilidad su explicación: estaba en ensayo. Me dijo que a las 4 pm. Luego me dijo que tenía una presentación ese día a las 6 pm y que todo era un despelote.

Estiré la mano y el Hyundai Atos se detuvo. Le dije al conductor que me llevara a la Alzate Avendaño, el tipo no tenía ni idea donde era y yo, desacostumbrado ya al tráfico, pero sabiendo que no había mejorado, le dije al Museo Botero. Las rancheras iban a todo volumen mientras sentado en asiento de atrás chateaba con alguien que sabía de mi emoción. El conductor era un mago que conducía mientras grababa y enviaba mensajes de voz a un par de sus amigos. Él había escogido una ruta que yo no conocía, que luego me enteré que era la Av. De Los Comuneros. Yo miraba la ciudad, esta parte desconocida para mí y pensaba otra vez en qué le iba a decir a este personaje que «conocía» y recordaba desde Zoociedad en donde aparecía por minutos y por sus columnas en varios medios. Sabía que él es cachaco e hincha de Santa Fe, claro, algo que se le nota —lo cachaco, digo—, pero que además deja saber; pero no le pesa y normalmente se burla de ello.

—A usted qué música le gusta —preguntó el conductor de manera amable sacándome del ensimismamiento.

—No esta llave.

—Dígame cuál le gusta. A mí me gusta toda la música y hoy amanecí con ganas de rancheras.

—Para resumirle, digamos que la que más me gusta es el rock.

Sin apurarse el personaje montó una USB con música de los Grunge y Alternativa (ahora Indie) de los 90 y algunas cosas de los 80. Y dije, nada mejor que este rolo amante de la toda la música para llevarme a la reunión. Este conductor se debe conocer aún mejor esta ciudad.  Esta que después de darme en la jeta me supo acoger ( o yo me supe acomodar),  esta a la que mi personaje le ha dedicado varias palabras y en la que me siento como en casa sin haber nacido acá. Me apeé del taxi en la esquina en donde un paisa ha dejado parte de su herencia y caminé al encuentro entendiendo que acá es en donde se aprende a ser colombiano y a dejar la pendejada del regionalismo.

Otro mensaje me advertía que está un poco tarde. 30 minutos luego estaba a la entrada de la Alzate Avendaño cuando lo vi bajar con su traje de faena: sombrero, barba de una semana, gafas, chaqueta y saco de lana. Lo vi que me buscaba con la mirada y me acerqué a él.

—Hola, soy Juan Carlos Lemus, ahora parezco un groupie —le dije saludándole.

—Así es —me dijo— Eduardo Arias, un gusto.


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