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Cuando regresó, noté que su olor ya no era el mismo. Él me explicó que era por el cambio en su dieta. Me dijo que a través del sudor el cuerpo expulsaba toxinas, y que por eso, sin darnos cuenta, terminábamos oliendo a los alimentos que comíamos, pareciéndonos (o adaptándonos) al lugar que habitábamos, a nuestros nuevos congéneres. Su dieta en los últimos años había cambiado radicalmente. Ahora olía a ajo y a hierbas provenzales, decía, a modo de chiste. ¡Oler a qué, si allá las cosas no saben a nada! Por eso no les queda más remedio que adobar y adobar, pero con sus condimentos, porque los nuestros allá no se consiguen. Sería por eso que cuando le preguntaban qué era lo que más echaba de menos, siempre decía que la comida, más que a su mamá, aunque en el fondo yo sabía que esa también era una forma de extrañarme. Por eso para su llegada lo recibí con sus enchiladas verdes. Todos los días le hacía algo bien bueno, que recordaba que le gustaba: tacos de carne de res, birria del mercado, mole verde o rojo con pollo, pozole. Pero él ya no comía como antes, con esas ganas; ahora se cuidaba. Se iba dizque a trotar por aquí, por el barrio, pero yo me daba cuenta que extrañaba salir a correr por allá, aunque aquí hubiera más zonas verdes y el aire estuviera más limpio. Ya no se sentía cómodo ni tranquilo en estas, que eran sus calles. Se había acostumbrado a vivir lejos, y en todos los lugares no solo se veía, sino que se comportaba como un extraño. Decía que allá estaba contento, pero yo lo notaba voluble, irritable, solitario, como que se me había enfriado por dentro. Para consolarlo, lo embutía con novedosas preparaciones, con varios platos al día, aunque sabía que ni mis tacos, ni mis chiles, ni mis anhelos podrían devolvérmelo.

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