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Este cinco de diciembre, el Ministerio de Trabajo instaló la mesa de negociación del salario mínimo y definió que el 30 de diciembre es la fecha límite para la expedición del decreto que reglamentará el salario para 2023. Generalmente y los históricos de los miembros que integran la mesa de negociación lo corroboran, el proceso de definición siempre la han conformado los miembros de las centrales obreras, los sindicatos y los gremios. Jamás un desempleado o una persona que trabaja en condiciones de informalidad. Esto le ha permitido por años a los grupos de interés pedir aumentos exorbitantes que generan efectos y choques a la informalidad, el desempleo y a la inflación, variables que golpean día a día a los hogares colombianos sin discriminación alguna.

El desempleo y la informalidad son quizás dos de los problemas macroeconómicos más serios que tiene Colombia. En el país, la informalidad supera la mitad de la fuerza laboral, 12,9 millones de un total de 22,2 millones de ocupados (58%) y la tasa de desempleo está en 9,9% -al borde de los dos dígitos-. Si la población informal supera a la formal en el agregado de la fuerza laboral del país ¿qué razones técnicas existen para que no se incluya a ellos y a los desempleados en las negociaciones del salario mínimo­?

Generalmente, en los procesos de negociación del salario mínimo, las centrales obreras y los sindicatos han tenido un papel protagónico a la hora pedir aumentos por encima de la inflación y la productividad. Los técnicos de autoridades económicas le llaman a esto en el cálculo del aumento del salario: el factor populista. Así, entonces el aumento en el salario mínimo está asignado por la suma de la inflación, la productividad y el factor populista.

El salario mínimo, desde el punto de vista técnico, genera unas pérdidas de eficiencia que se plasman a través del exceso de oferta de trabajadores y la falta de demanda a cargo de las firmas, que en la práctica esto es la tasa de desempleo. Este es un costo inherente a la fijación de un salario por encima del salario de reserva (salario por el que una persona está dispuesta a trabajar).

La mayoría de los países del mundo asumen este costo en aras de buscar mayor bienestar de la población y determinar un mínimo vital. El problema verdadero ocurre cuando los aumentos del salario están por encima de la capacidad productiva de la población y, sobre todo, por encima de la capacidad de pago de los empresarios. Muchos parecen no tenerlo en cuenta en la discusión, pero realmente a un empresario le cuesta la mitad del salario emplear a una persona, así, por ejemplo, para el caso de nuestro país que cuenta con un salario mínimo de un millón de pesos ($1.000.000), al empleador le cuesta un millón quinientos ($1.500.000). En otras palabras, el costo de emplear a un trabajador es de quinientos mil pesos.

En ese momento, con la situación económica y la crisis y parálisis inflacionaria que sufre hoy la economía colombiana, no es prudente aumentar el salario más allá de la inflación y el desempleo. Con seguridad, si un informal estuviera dentro de la mesa de negociación, citaría en las discusiones del salario el reciente informe del Banco de la República que estima un aumento en la informalidad y el desempleo para el caso en que se aumente el salario con el llamado factor populista.

Por muchos años, tanto los gremios como los sindicatos han cuidado su silla en la mesa de negociación. Sin embargo, considerando que estamos en el Gobierno del cambio, con seguridad a la Ministra de Trabajo y al Presidente Petro no les disgustará incluir a la población más afectada por los aumentos del salario mínimo, los informales -nuevamente, 58% de la fuerza laboral- y los desempleados. Esto sí representaría un verdadero cambio en las dinámicas de la política laboral del país.

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