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"A veces es mejor pensar que el
corazón es tan sólo un músculo que
necesitamos para vivir y no el
motor de sentimientos
tormentosos que nos llevan a
traicionar nuestra propia ética".
 
Pensamiento del día 25 de febrero de 2008, en Padres e Hijos
Se ha hablado y escrito un trillón de veces acerca de Padres e Hijos. Esta será la vez un trillón, uno.
 
 
Hace algunos días, a causa de la impredecible tormenta capitalina, me vi obligado a guarecerme de las embatidas climatológicas de San Pedro en una de aquellas cigarrerías-restaurante de Chapinero (cosa que no me disgusta nada) mientras veía a algunos jovenzuelos consumir una rata promedio de 12 cervezas por cabeza (cosa que me disgusta todavía menos). El aviso característico de la olla a presión avisaba a la concurrencia el pronto advenimiento de un reconfortante almuerzo en camino.
 
 
Además de coincidir con la hora exacta en que los platos rebosantes de corrientazos comienzan a adornar las mesas, con su inconfundible bouquet a Pastas Doria, plátano, jugo de curuba en leche, yuca y papa frita, arroz, caldo de verduras cuya verdadera sustancia es la costilla de res, y la infaltable ración de carne guisada, mi encuentro etílico-gastronómico se cruzó con un desde 1993 eterno protagonista televisivo. Se trataba del entrañable Padres e Hijos, protagonizado por la casi por todos conocida familia Franco.
 
 
Confieso que hacía al menos cosa de 10 años que no veía un capítulo completo del seriado. Por ello lo recuerdo a fragmentos. Desde cuando lo emitían en su clásico horario del mediodía, quizá en una de esas fechas en que el bus escolar llegaba demasiado temprano como para poder recogerme,  mis ojos no gozaban de tal privilegio. Y lo digo sin ironías ni embelecos criticones, que por ahora prefiero evitar.
Llamó mi atención en primera instancia el ya no tener conocimiento alguno sobre la genealogía de sus protagonistas. Está claro que en una década las familias cambian. Por eso, de aquel núcleo sencillo conformado por Luz Stella Luengas, Motoa, Daniela, Tania Robledo y Naren Daryanani es poco lo que queda. Ignoro, por cierto, qué será de Tania, pero alguna vez oí decir, no sé si cierto será, que tenía un parentesco cercano con Jaimito, El Cartero. Para mí ella guardaba un cierto aire a una cantante antioqueña del momento llamada Silvia O. ¿Qué será de sus vidas, por cierto?
También me sorprendieron de manera grata, y lo digo –otra vez– de corazón, los muchos avances de Carlos Posada en el ramo actoral. Me divirtió su papel de padre maduro y la historia me mantuvo tenso.
Regresemos, por ahora a 1994. Ya desde ese lejano entonces el país comenzaba a acostumbrarse a convertir al diario seriado en una de aquellas cosas a las cuales detestar. Confieso que en algún momento fui de aquellos en derivar un gusto morboso y malintencionado al mofarme de las aventuras de los Franco y sus amigos, cosa que jamás –¡lo juro!– volveré a hacer. También hubo un sector complacido con una  producción de calidad
comparativamente superior a la de las que le rodeaban en horario.
Hoy el vilipendio, el vituperio y la injuria cotidiana contra Padres e Hijos se fueron pasando de divertidos temas de conversación a lugares comunes, aborrecibles y faltos de razones de peso, como todos los lugares comunes.
 
Las columnas de Ómar Rincón, cuyo frecuente tono conciliador ante cuanta producción venga de los grandes grupos, siempre me ha despertado sospechas e lo tocante a su pretendida independencia, hablaron del asunto hasta la náusea. El látigo de la hostilidad en conversaciones sin relevancia en torno a la porquería de programa que según ellos Padres e Hijos es, resulta proverbial.
 
La reciente proliferación de grupos de Facebook cuyo único propósito es encontrar a 100.000 televidentes ‘que odien a Padres e hijos’ se sumó a la tanda de ruindades. Y para terminar, el demasiado frecuente uso de ese otro lugar común que es la palabra ‘patético’ al referirse al programa, hicieron que al final terminara, no sólo por compadecerme, sino por congraciarme con el asunto.
 
Padres e Hijos no es otra cosa que un reflejo fidedigno de lo que para nuestro orgullo o desvergüenza somos como nación, como la suma de millones de vidas familiares. No hay, por lo tanto, argumento más sincero que el expuesto en el sitio internet oficial del espacio en donde éste se presenta como un intento por “rescatar los valores tradicionales de la familia colombiana”.
 
Aunque parece una consigna regeneradora de Rafael Núñez o Laureano Gómez en los lapsos más recalcitrantes de sus periodos gubernamentales, el propósito me parece inofensivo.
Después de todo los televidentes hemos tenido que soportar agresiones aún más sonadas e incluso aplaudidas sin decir nada. Porque dudo que haya alguna vacilación en que, más allá de las consideraciones de factura de Padres e Hijos, programas como Cazados con Hijos, Noticias Caracol o El Zorro, no son bastante peores y mucho costosos y  dañinos más que las aventuras de los Franco.
 
Ahora bien, pensemos en la pobre Daniela, a quien sólo conozco por referencias y por algún día en que tuve que realizar alguna diligencia de escasa importancia en Colombiana de Televisión en la que fui tratado con suma amabilidad. Como la mayoría de los colombianos no recuerdo su verdadero nombre al primer intento y para citarlo, lo admito, tuve que realizar una de aquellas salvadoras búsquedas en el omnisapiente Google.
 
Es ‘Ana Victoria Beltrán’. Tampoco creo que sea importante cómo se llame o no. Me parece, eso sí, que una franja mayoritaria de la televidencia local la aborrece, y de hecho he oído que su grado de antipatía es considerable, al decir de muchos de quienes han trabajado junto a ella. 
 
Una vez leí de Ana Victoria una defensa propia (no diré ‘autodefensa’ para evitar asociaciones innecesarias) escrita por su pluma. Pese a su tono odioso me quedé pensando en lo que puede significar en su vida llevar sobre sus cansados hombros el peso de ser Daniela Franco.  Me parece que Daniela es uno de aquellos profesionales precoces de la actuación afligidos por la maldición de Gary Coleman, Ramoncito Vargas  o Cusumbo (mucho menos talentosa, eso sí, que sus tres homólogos mencionados). Un personaje atrapado dentro de sí, incapaz de escapar de su forzoso alter-ego; consignada en las mentes de sus coterráneos como la invarible Daniela, quien pese al clima de aborrecimiento circundante ha logrado prolongar la estirpe Franco, dando nietos a Luengas y Motoa, ya frisando los 50.
 
El seriado ha sido además fuente de empleo y semillero para actores, algunos buenos, otros pésimos. De lo segundo es ejemplo Manolo Cardona. De lo primero Andrés Felipe Martínez, quien por supuesto no dio inicio a sus días televisivos ahí. ¿Y qué decir de Roberto Reyes, biblia y leyenda de la dirección y actuación a quien en los 80 y 70 debimos algunas de nuestras más felices tardes con Musidramas o con sus caracterizaciones protagónicas en novelas que nunca habrán de repetirse?
 
Aunque la inverosilimitud es posiblemente la característica preponderante en la mencionada producción, no creo decente ni honesto negar que muchos de nosotros, incluido yo, por supuesto, disfrutamos hasta el paroxismo con la resurrección de Luz Stella Luengas,  hace unos dos años, aunque al final no nos expliquemos cómo ni por qué.
 
Es un acto de extrema insensatez el desconocer la genialidad de la música que acompaña al cabezote, justo al inicio del programa. Pocas composiciones han podido ser sometidas a tan diversas versiones (creo que desde la fundación del espacio hasta hoy son más de cinco, una de ellas con letra). Ese es un mérito reservado tan sólo a genialidades poco frecuentes, como el tema  central de la Pantera Rosa (de Mancini) o The Entertainer (de Scott Joplin), de la que creo que si las empresas en cuyos conmutadores este brillante tema es reproducido a diario cancelaran los derechos de autor correspondientes, habría que destinar una buena parte del presupuesto corporativo a ello.
 
Odiar a Padres e Hijos es manifestación de un enfoque elitista en contra de un espacio cuya calidad discutible no tiene porqué opacar el mensaje  central de unión  familiar contenido en el mismo, cuyo  propósito primordial es  el lucro del programador, por supuesto.
 
Así pues, me parece, y repito, no es un chiste ni nada parecido, que Padres e Hijos ha demostrado ser un proyecto televisivo de altísimo rendimiento y sostenibilidad (ya hace mucho tiempo que superó en tiempo de vida a Dejémonos de Vainas. Encuentro, en consecuencia, muy necesaria y urgente la organización de un pronto reconocimiento a su gestor original, Malcom Aponte, a quien la historia de nuestra televisión debe, entre otras ideas y aportes memorables como N.N. y Amar y Vivir; y por añadidura a Colombiana de Televisión, uno de los pocos gigantes de la televisión de antaño, que aún hoy sigue sin doblegarse ante la grosera e innoble llegada de canales privados, mediocres a cual más, y que no parece tener intención de hacerlo. Lo digo sin muecas de burla. Lo creo y lo sostengo.
 
Quienes quieran leer una inoriginal crítica en Inciclopedia, por favor, hagan clic aquí.
Sitio oficial de Padres e Hijos.
 
 

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