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Hoy, aquí, tranquilo, pienso en la muerte gradual y definitiva de la vida de vecindario. Pienso en aquello a lo que los urbanistas denominan espacio público y en la forma como los centros comerciales han ido devorándoselo a bocados grandes, sin dejarnos nada. Pienso que esa clase de lugares secuestra sin quererlo y con su propio consentimiento a quienes en otro caso habrían de habitar las calles y parques de mi ciudad.

Pienso en las casas de familia ahora transformadas en edificios de oficinas, o abandonadas a la espera de alcanzar el grado de deterioro suficiente como para alegar amenaza de ruina y para convencer a algún curador corrupto.

Pienso en los parques maltrechos, en sus columpios y balancines oxidados y en los pequeños y ancianos que alguna vez los habitaron, hoy relegados al confinamiento autista de algún juego de video, o de alguna silla mecedora con espaldar de mimbre y madera crujiente.

Pienso en los que hoy, con menos de 21 años a cuestas, jamás han visto alzarse a ninguno de los dos oncenos de su ciudad como campeones del rentado local. Pienso en los conjuntos cerrados y en los sectores exclusivos a los que no todos podemos entrar.

Pienso en la gradual y definitiva desaparición de las cosas de barrio. De la tienda de barrio. De la panadería de barrio. De la lavandería de barrio. Del restaurante y del cine de barrio. Del almacén de discos de barrio.

Y de todos esos bienes que hoy van sucumbiendo ante la llegada inatajable de inmensas, impersonales y estandarizadas cadenas de supermercados. De colosales conglomerados corporativos que de a pocos han ido transformando los grandes auditorios antes dedicados la cinematografía en aquellos nuevos ambientes cómodos y fríos denominados múltiplex.

Pienso en el vallenato romántico, que de repente comenzó a convertirse en la opción musical primordial en lo tocante a cigarrerías, bares, discotecas y demás. En nuestra vida nocturna sometida a las oleadas cambiantes de turno. En el reggaetón trepidando desde los amplificadores de los centros nocturnos. Y no dejo de dolerme al contemplar que si bien desde que estoy vivo las cosas ya andaban mal, hoy parecen estar aun peor que en aquel lejano y añorado entonces.

Pienso que ya no hay peinadores, ni solterones, ni bidés. Y que ya pocos contemporáneos tienen idea de lo que es un bidé, un solterón o un peinador. Pienso que el jardín de la casa ahora es un parqueadero. Que las habitaciones ahora son oficinas, y que los patios han sido cubiertos por cielorrasos.

Pienso que los cerros se han ido ocultando tras un montón de edificios. Y que sobre las ruinas de lo que una vez fueron salones, solares, ante la mirada desinteresada de muchos, se habrá de levantar una ciudad simétrica, encajonada y aburrida.

Pienso que ya no hay habitaciones para el servicio doméstico ni comedores auxiliares, ni baños de emergencia, ni chimeneas. Porque ahora la propiedad es asunto de horizontalidad y no de verticalidad. Pienso que las familias son otras, y que una vez los abuelos no puedan evitar marcharse entonces algún constructor habrá de convertirlas en aparcaderos o en los cimientos para un centro comercial y empresarial cuyo nombre sin duda habrá de ser del tipo ‘Infinity Offices».

Hoy es atardecer de viernes y ahora, cuando estoy a un poco más de un mes de tener 33 me voy preguntando qué habrá de ser de este espacio que hoy habito y que, sin que haya nada que yo yo pueda hacer, habrá de convertirse en la propiedad de otro. Porque me voy a morir. 

Hoy pienso que mi Bogotá cada vez es menos de sí misma y más de los otros. De las sedes locales de almacenes internacionales de grandes superficies. De las grandes cadenas del mundo cinematográfico y discográfico. De las tiendas que habrán de irse cuando los supermercados hayan conquistado para siempre los hábitos de una ciudad entera. De los vecindarios que habrán de convertirse en escombros para luego edificar sobre sus escombros una seguidilla de conjuntos impersonales con salón comunal y gimnasio y zona de juegos.

Pienso que todo ha cambiado, y en la mayoría de los casos no para bien. Pienso que no sólo hacemos mal a nuestro entorno natural, dado que el artificial también ha sufrido.

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