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En la vitrina, lejos de mi alcance, había unas pastas cilíndricas de dulce, sostenidas por un pitillo plástico delgado, como colombinas largas y uniformes. Tenían una boquilla y un agujero que iba de un lado a otro, simulando un pito, aproximadamente de un dedo de longitud, o una flauta primitiva de un solo tono. Se llamaban Silbatos. Había silbatos de mora y de fresa. El reto consistía en no morderlos para poder seguir haciendo ruido hasta el fin.
Al ser soplados los Silbatos producían un sonido agudo que después de repetirse por más de cinco veces se hacía aturdidor. Es posible que una de las causas de su descontinuación es que con demasiada frecuencia la saliva glutinosa del pequeño solía condensarse en el tubo, y que al soplar ésta salía disparada contra el desafortunado vecino de ocasión, lo que provocaba disgustos y malentendidos innecesarios entre la muchachada.
Junto a los silbatos estaban unas barras de caramelo capaces de destrozar hasta las más férreas dentaduras al quedarse pegadas como sanguijuelas comestibles a incisivos, molares, premolares y demás. Su fuerte eran las ventas en salas de cine. Desde su desaparición las estadísticas de visitas al odontólogo se redujeron en forma dramática, provocando una crisis de la que aún hoy el gremio no se ha repuesto.  Se llamaban Bon Fruit(o Bon Frit) y su coeficiente de elongación permitía estirarlas a una distancia de por lo menos un metro y medio. Tan peligrosos como los Bon Fruit eran los Baby Johnny’s que aún se consiguen.
En un recipiente con forma de pecera brillaban como canicas centenares de caramelos anisados, de color naranja pálido, atravesados por unas cuatro o cinco betas rojas. No me gustaban porque se me parecían demasiado al aguardiente, y aún habiendo sido bebedor de profesión por años, los licores de anís no me gustan. Algunos los llamaban ‘bananas’.
Al lado estaban otros dulces rojos rellenos de algún líquido espeso. Les decían ‘moritas’. En una tercera bombonera, esperando seducir a algún cliente antojadizo, se encontraban dispuestas unas esferas sólidas amarillas o rojas de chicle denominadas Chancitas. En sus superficies podían leerse chistes cortos transcritos.
Había, sobre todo, gomas de mascar de distintos tipos y sabores. Mis preferidas eran las Bubble Yum de mora, aunque las Bubblicious de fresa no estaban mal. Después vinieron las Motitas. Durante dos años Savoy produjo también unas rígidas llamadas Chunky. Pero mejores aún eran las Sour agridulces, o las Freshen Up, llenas de una jalea rosada que estallaba con fuerza al primer mordisco.
Las Bazooka, que traían un cómic consigo, eran menos gruesas y fueron retiradas de los puntos de venta debido a la absurda asociación entre el sonido de la palabra y cierto producto ilegal de elaboración criolla. Había chicles Globo rojos, según los anunciantes los únicos con los que oficialmente podía inflarse una verdadera triple bomba.
En algunos lugares, contra las leyes básicas de higiene, se vendían grandes bolitas coloridas sin marca ni cobertura, pero bastante más baratas. Había Minichiclets Adams de muchos tonos, tan diminutos que se perdían dentro de la boca. Para el tendero no bilingüe era difícil referirse correctamente a los Wrigless Doublemint o a los Sugarless.
A veces un condiscípulo tacaño llegaba al colegio a pavonearse con los productos exóticos que le había traído algún pariente de su viaje a Estados Unidos. Entre los bienes más codiciados estaban, otra vez, los chicles en tubo de crema dental o las barras de goma de mascar por metros. Si hacíamos parte de su grupo de amigos cercanos estábamos de suerte.
Había tres grandes variedades de chocolatinas Jet: Deli, Combi, Triqui, Coco-Jet. Cada una era un placer. Había cuatro productos de Peter Paul, denominados Concorde, Mounds, Caravelle y Power House. Había unas mentas llamadas Chiqui. Su demanda decreció cuando comenzó a circular la idea de que producían esterilidad. Había Frunas Noel, que luego fueron llamadas Dragus, y que entonces sólo venían en una presentación. Hubo leches condensadas saborizadas de La Lechera, que duraron poco.
De los productos Ramo aún quedan los Maizitos, los Tostacos, el ponqué de toda la vida y el Chocorramo. Pero pocos se acuerdan de las Pafritas. Hay muchas papas desaparecidas… Las de Tomate, de Super Ricas, y las de Mayonesa, de Margarita.
Había colombinas de chocolate en forma de cono producidas por Italo. La costumbre, cuando ya estaban por acabarse, era la de morder la base para consumir el poco chocolate que quedaba alojado dentro de ésta.
Si la vitrina era en San Andresito había galletas Fig Rolls o Fig Newtons o Chips Ahoy y bolas de queso, de esas que la gente acostumbra comprar cuando hay partido, aunque siempre perdamos. La tradición era acompañar la compra del Betamax con alguna de esas delicias..Había pistachos marca Planters. Había chocolates Three Musketeers, Baby Ruth y Zero.
Había unos extraños híbridos entre chicle y dulce llamados Candy Bomba, y hubo también dos malas competencias para los Sparkies y el Cofee Delight, a saber: los Masticandy y el Café Savoy.
En la nevera había Helados La Campiña y Robin Hood y paletas Manotas, y había leche achocolatada Paquito de cajita, junto a lácteos varios. Había Frescogurt,, Chamito,  y un yogurt para comer de Alpina, con trozos grandes de fruta, y decenas de productos Chambourcy. Había sobres de Kool Aid de uva y Fresco Royal.
Había Flanbys. Si queríamos sacarlos del recipiente se hacía preciso darles vuelta, como si fueran pudines de repostería a punto de ser vertidos de su molde. Era necesario quebrar una pestaña para que el vacío entre recipiente y alimento hiciera que este último cayera en el plato, bañado en caramelo. Mejor que consumirlo resultaba verlo desprenderse, sutil y almibarado.
De fabricación menos industrial recuerdo las manzanas acarameladas de circo, a las que mordíamos mientras contemplábamos al acróbata en su trapecio o al elefante dando saltitos en la arena, y cuyo único encanto desaparecía después de haber terminado con la corteza brillante que las recubría.
Recuerdo los algodones de azúcar y la forma como, sin saber porqué, siempre terminaban enmelocotando manos y rostro del infantil consumidor, pues aún no alcanzábamos a entender que era una mejor idea cortar pequeños bocados con las manos antes que morderlos en forma directa.
Había carros de paletas con sus cantos tristes de domingo, y una romería de padres y niños frente a la heladera ambulante, globo de helio en mano.
También había, como hoy, galletas Limoncitas, Lecheritas, Cucas y Can-Can, y Herpos, y Achiras Gol-o-cines. Había bombones Arco Iris de escalas tornasoladas y Pirulitos. Los únicos bom-bom-bunes eran rojos. Había sobres con láminas del álbum de Panini, y álbumes de Panini vacíos. Había revistas con ‘cuentos’ de Archie, Superman, La Pequeña Lulú, Memín, Condorito, Kalimán, Linterna Verde, y de la legión completa de superamigos en conjunto y por separado.  Había fascículos de alguna enciclopedia por entregas de Salvat o Larousse, y de los ficheros Sarpe de la buena cocina.
Había Chitos y Gudiz y Boliquesos y Kesis y Kapri-chitos  y Snackys  y Yupis y otros productos Jack’s Snacks, adornados por la sonrisa de un cocinero delgado y jovial. En los empaques de estos últimos, casi siempre se escondían unos muñecos macrocéfalos en representación de estrellas del balompié o de miembros del elenco del Chavo del 8.
Había Quipitos, y una especie de protonutella bautizada Cobo y simbolizada por un oso bonachón. La sed se aplacaba con Castalia Cristalima o con Bolis, ancestros lejanos del Bon Ice. Eran aguas tinturadas congeladas dentro de pequeñas bolsas largas. Había Halls Mentholiptus y Honeyliptus y Orangeliptus.
Había monedas de chocolate envueltas en aluminio dorado, a guisa de morrocotas o ases romanos, y también huevos blancos y macizos de dulce, y cigarrillos de chocolate y menta. Había pitillos gruesos con dulces de multicolores y representaciones en plástico de algún héroe robotizado en la punta, bien fuera Mazinger, Spider Man, Garfield o un Transformer cualquiera.
De fabricación mas artesanal y sobre todo al ir de viaje recuerdo los borrachitos y las cocadas, las panuchas, y un polvo colorido de origen antioqueño llamado Minisigüi, elaborado por cocineros enrazados con alquimistas, a base de ácido cítrico o crémor tartárico saborizado, y luego banalizado por los facilistas, quienes comenzaron a empacar Gelatina Royal en Polvo. Eso lo vendían en los restaurantes Punto y Parador Rojo en la vía a Melgar. Había arequipes metidos en pequeños conos, con una uva pasa como adorno.
Recuerdo los Herpos (cuyo nombre nunca me pareció apetecible) y los chontaduros azucarados. En las plazas de pueblo se apostaba un individuo con una varita amarrada a un poste, con la que amasaba una pasta de caramelo que se iba tornando blanquecina y que luego vendía en contra de los elementales preceptos de higiene a los incautos chiquillos, para que chupáramos.
Tanto hablar de golosinas ha comenzado a enfermarme, invadido como estoy de preguntas de tienda, de ausencias azucaradas y de nostalgias de sábado.
¿Qué hay de 20? Sigan, niños… por acá… Eso sí: No me vayan a hacer reguero. ¿Me lo puede anotar en la cuenta de mi mamá, don Raúl? ¡Me salió una tapa premiada! Los chicles Dentyne se me agotaron. ¿Entonces tendrá Charms? ¡Tampoco! ¿Ya le llegaron los nuevos Certs con chispitas de sabor? La Lecheras es energía ¡energía que da gusto! ¿Ya saboreó un Super Coco? Sí, pero no todos. ¿No me lo podría dejar en 40? Bueno… será.
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