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sotomayor01.jpgAquí, desde donde lo veo. Al costado opuesto. Justo aquí -bajo el frío inocuo y aburrido de la 1:32 en la tarde de viernes-. Con las precarias aguas del domesticado río San Francisco desfilándole enfrente. Deslizándose –lentas, ruines, inútiles y escondidas–. Corriendo por un canal subterráneo.

Aquí mismo, cubierto por el ruido de rojos tranvías atestados de bogotanos de todas las clases, edades y oficios, hará 65 años, tras sus vitrinas, una cofradía de vagabundos geniales encontró refugio.

En muchas ocasiones, frente a la puerta, el maestro De Greiff debió aguardar a que alguien se acordara de que era el momento de abrirle. Fumando su tabaco rubio de boquilla. Recostado sobre ese poste que hoy ya no está. Urdiendo sus versos prodigiosos. Y hacía frío. Y llovía con esa lluvia inocua y delgada de media mañana. Aquí vino él caminando, para permitir que sus pensamientos se guarecieran entre las paredes del recinto, bajo su propio retrato.

Aquí -justo aquí- el poeta dejó el cuidado de su gabardina, su paraguas de mango desgastado y de su sombrero, a cargo de cierto perchero en madera. Aquí, en lo que fuera El Automático, cientos de miles de cervezas y cafés negros hicieron el milagro cotidiano de la diuresis por entre los aparatos nefrológicos de una pandilla de genios inspirados que ya no están. De quienes querían hablar de política. O los que preferían dedicarse a menesteres un tanto menos estériles y más entretenidos. Al lado estaba el bar El Titanic, con el armazón de un barco adentro, y un salvavidas colgando. Por acá estuvo el poeta, bañando las lozas de los mingitorios con su urea sagrada.

La nuestra fue y sigue siendo una ciudad provinciana, minúscula y aburrida, en donde por aquel entonces no había más que tres o cuatro cosas qué hacer para no morirse de tedio. Café. Cine. Hipódromo. Lenocinio. Y tal vez otras cuantas más, de las que algunos cronistas acatados alcanzaron a dar cuenta.

Al consultar la guía telefónica correspondiente a 1945, el número de cafés esparcidos a lo largo y ancho del centro de Bogotá -que para aquel momento comprendía casi la totalidad del casco urbano- era significativa. Así como también su eurocentrismo. Muchos tenían nombres europeos. La mayoría contaba con horarios acomodados al capricho o a la resaca pertinaz de sus propietarios. Todos se conocían entre ellos, y aunque no se ubicaran en las mismas mesas, unos y otros clientes y dueños sabían quiénes eran los de enfrente.

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Me habría gustado ser amigo de sus clientes y propietarios, o cuanto menos su humilde compañero de mesa. Sin tener que decirles nada. Tan sólo dedicándome al humilde y pasivo oficio de oírlos hablar. Para deleitarme con el verbo prodigioso de esta camada de hombres provistos de afiladas y cortantes lenguas, siempre aceitadas, gracias al permanente ejercicio de la conversación aguda.

Por aquí peroraron Alberto Ángel Montoya, Francisco Samper Madrid, Luis Tejada, César Uribe Piedrahita, Ramón Barba, Abelardo Forero Benavides, Arturo Abella, José Umaña Bernal, Víctor Amaya González, Jorge Zalamea, Luis López de Mesa, Jorge Rojas, Eduardo Carranza, Arturo Camacho Ramírez, Rafael Maya, Jaime Barrera Parra. Y permítaseme el desorden alfabético y el imperdonable delito de la omisión.

Quisiera, por un segundo, moverme a mi capricho en el tiempo. Mimetizarme. Ser Marty McFly en su DeLorean y fijar mi propio itinerario de visitas. Para hacer un recorrido circular y anónimo por entre la fortaleza de cafés de la que mi Bogotá disponía en aquel entonces, instante aún no dispuesto por el destino para que mis contemporáneos o yo mismo existiéramos.

Por aquí, muy cerca, se escribieron las editoriales y las judiciales de los diarios capitalinos de entonces. Alka Notas. La Canasta Familiar de Klim. La danza de las horas. La ciencia amena.

Por estos lados el antioqueño Ricardo Rendón construyó su fortaleza imaginaria, rechazó sendas ofertas para trabajar en el New York Times y el Manchester Guardian, y se estableció en Bogotá para combatir con sus acuarelas, sus tintas y sus lápices de colores a la hegemonía conservadora de entonces.

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Arrastrado por su propia tristeza, aquel gran hombre, superdotado exponente de la caricatura en el país, e inmortalizado por la imagen del indio Pielrroja y del Pierrot (dos extranjerismos muy típicos en la historia de la Compañía Colombiana de Tabaco) , decidió dar fin a la abominable comedia de su vida. Eso fue el 28 de octubre de 1931.

Sin que fuera mediodía, bajo la el manto gris de la genuina Bogotá, el maestro Rendón se acercó al Café La Gran Vía. Ofrendó sin delatarse los saludos protocolarios a los presentes. Se ubicó en una de las mesas y bebió una cerveza a sorbos largos. Sobre una bandeja metálica pintada con esmalte, estampó en perfecta caligrafía las palabras «No le avisen a mi madre», extrajo del bolsillo de su gabardina una pistola y se disparó en la cabeza.

Aún con vida el Maestro fue llevado a la Clínica Peña. Allá murió, dando cuenta de su mala salud de hierro, después de una extensa agonía. Pero esa no es más que otra historia de cafés. La misma historia que comenzó con el siglo.

En el número 7-18 de la calle 14 estaba La Cigarra. Propiedad de Santiago Páez, enterado como el que más de todas las minucias del discurrir político. Eran épocas distintas, pues el señor Páez, además, fungía de pagador de la Cámara de Representantes.

A menos de 100 metros de distancia, en el 7-14 de la calle 13 estuvo el Windsor, ambientado por la música triste de un violín cuyas cuerdas, reemplazadas cada vez que se podía, se lamentaban de la suerte de su dueño. Allí tenían su despacho aquellos poetas a quienes se bautizó como Los Nuevos. Muy cerca, La Riviere. En La Plaza de Bolívar estaba La Botella de Oro. Y los hubo por montones.

Con De Greiff murió El Automático. Y con El Automático se nos comenzaron a ir nuestros cafés literarios. Hoy las gentes se mueven ante las remodeladas fachadas, sin percatarse de la grandeza del lugar. ¡Cosa triste! Cuando otras ciudades del mundo conservan, frecuentan y defienden los suyos -orgullosos de sus trayectorias centenarias- aquí -aparte del desfigurado Pasaje, o del felizmente obstinado y un poco decrépito San Moritz- carecemos, sin duda, de cafés serios y sexagenarios.

Preferiría no decirlo. Pero mientras Buenos Aires o Ciudad de México exhiben con orgullo sus decenas de establecimientos de este tipo, muchos de ellos fundados a comienzos del siglo XX, hoy, ante la ausencia de lugares de tradición, aquí sucumbimos ante la dictadura impersonal y oportunista de don Juan Valdez. E incluso así, hoy hay quienes creen que Colombia es la tierra del café. Y que el falso remoquete de Atenas es un halago y no una ironía.

 
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